Manuel Mathar
Desde el silencio parlante
Desde el silencio parlante
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2024
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2024

Por Christian Gómez

Las pinturas de Manuel Mathar (Mérida, Yucatán, 1973) demandan una observación que se extienda más allá de un instante. En principio, ofrecen imágenes que abrevan de las tradiciones pictóricas del retrato, el bodegón y la naturaleza muerta, mediante ejemplos notables de trabajo con el color, la luz y la sombra. Sin embargo, este imaginario figurativo y realista que nos plantea como punto de partida comienza a tornarse extraño: al tiempo que los gestos van revelando una inquietante ilegibilidad, las escenas abandonan su familiaridad para sugerir situaciones inesperadas.

Con una práctica pictórica que se remonta a finales de la década de 1990, el artista ha explorado diversos problemas del medio, entre los que destacan el trabajo de la iluminación y la reflexión sobre las fuentes visuales. Como en otras series, en ésta aparecen personajes y elementos de su entorno inmediato, como familiares, amigos y colegas, quienes guardan relaciones poco obvias con los objetos que los acompañan.

En un proyecto anterior, Memorias de un futuro, un país en otro país, el artista se planteó la tarea de trabajar en 72 piezas a partir de los principios del libro Psicología del color, de la socióloga y psicóloga Eva Heller. En él, la autora propone 135 láminas de colores que describen diversos sentimientos y emociones. Ese uso razonado del color permitió al artista explorar un vínculo emocional con la ciudad de Mérida, Yucatán, de la que es originario y a donde regresó a vivir y trabajar hace algunos años. A partir de dicha investigación, reflexionó sobre la luz, pero también acerca de la pertenencia a un territorio y de los procesos de introspección, así como sobre las memorias personales y la manera en que se constituyen como productoras de imágenes.

En el cuerpo de obra que se exhibe en Proyectos Monclova persisten el pensamiento de Heller acerca de la creación de atmósferas de color –desde temáticas más personales– y la relación con el territorio. De vuelta de algunos meses de trabajo en España, donde Mathar adquirió una serie de óleos ligeramente apastelados, en esta serie exploró con ellos la luz de Mérida. En la ciudad de la península, según observa, al no haber cerros ni montañas, durante un momento de la tarde se produce una suerte de sensación cinematográfica, de cierta artificialidad, como si se tratara de un montaje. A partir de esa idea, y desde una ciudad donde los colores pastel caracterizan las calles, ha pensado en la construcción de sus pinturas como un director de cine hace con su paleta de color.

En ese sentido, el recurso pictórico del retrato es también concebido como un montaje. Al igual que en el cine, las comedias de situación o el teatro, existen un par de escenarios –por ejemplo, el entorno doméstico del artista– que constituyen la atmósfera para las diferentes historias. Sin embargo, la obra de Mathar es acerca de las sensaciones y las atmósferas antes que sobre las narraciones. Las historias están en potencia, son provocaciones para la imaginación de quien mira. Como en los sueños, es más potente la sensación que el recuerdo específico.

La perspectiva cinematográfica adquiere pertinencia para pensar en otro elemento importante en estos trabajos: se trata de la fotografía, fuente que los alimenta. En algún tiempo, sus pinturas tenían como punto de partida fotografías impresas; actualmente, provienen de fotografías en pantallas digitales. Sin embargo, la obra no se centra en una reflexión acerca del medio pictórico a partir de la imagen analógica o digital, sino sobre la manera en que dichas herramientas se han incorporado, en tanto espacios de pensamiento del color que alimentan el proceso pictórico.

“La pintura atiende a la luz y a su manejo. Los colores son un espectro de las posibilidades para entenderla. Eso es una idea técnica porque es la naturaleza la que provee los colores. En la fotografía eso está muy regulado: se pueden usar filtros y hay cuestiones técnicas que permiten modificarlos. Ahí me doy cuenta de que no es la fotografía verdaderamente donde apoyo mi trabajo; es meramente una herramienta, como un pincel grueso o delgado, o una marca de óleo. Se entiende que mientras mejor se usen las herramientas, mejores resultados puedes tener, pero el principio es siempre la pintura. La fotografía son mis bocetos”, explica el artista.

A la pintura de Mathar la alimentan, pues, el cine y la fotografía, pero también la noción de improvisación, que proviene de su experiencia en la música experimental con el colectivo Los Lichis, que integró desde 1997 con José Luis Rojas y Gerardo Monsiváis. Como resultado, ofrece composiciones donde la aparente naturalidad se revela extraña, como unas patas de pollo en un vaso de leche. Los perros cambian de escalas y toman posturas imposibles; los gestos de los sujetos retratados se vuelven ilegibles. Las pinturas son construcciones entre fotografías y elementos incorporados que vienen de un archivo de otras imágenes. Con estos montajes, el artista apela a la interpretación y a la construcción de narraciones más complejas, siempre a cargo del espectador. Los elementos se convierten en símbolos; los personajes están leyendo algo que está a punto de hacerlos cambiar; señalan con el dedo a quien los mira, para interpelarle.

La sensación de extrañeza dialoga con experiencias como la que Mathar ha tenido viviendo en Mérida, donde conoció la palabra insilio: un término que no existe en el diccionario, pero que sirve para denominar lo contrario al exilio; una forma de irse sin moverse de un sitio físico, o de quedarse sin estar en realidad. Es el encierro/destierro en uno mismo.

“El exilio tiene connotaciones políticas; el insilio no: las fronteras pueden ser repúblicas internas, que vendrían siendo estados emocionales. También pensamientos o conductas. Estos periodos de exploración pueden generar mapas personales, un proceso de introspección y de observación. En ese sentido, puede ser un silencio parlante, puede usarse como constructor de imágenes, una vista a vuelo de pájaro”, apunta el artista.

Esa sensación puede equipararse con lo que hace la pintura, que parece silenciosa, fijada y que puede leerse de un vistazo, pero que se revela como un territorio de búsqueda donde aparecen distintos tiempos, fuentes y narraciones en potencia. Es desde ese silencio parlante, desde esos mapas personales y de introspección, que Manuel Mathar ofrece estas obras.

By Christian Gómez

These paintings by Manuel Mathar (Merida, Yucatan, 1973) demand to be viewed for longer than an instant. In principle, they feature images drawn from the pictorial traditions of portraiture and still life, through notable examples of work with color, light, and shadow. Nevertheless, this figurative, realist imaginary that he lays out before us as a point of departure starts to get strange: as the gestures depicted therein reveal an unsettling illegibility, the scenes abandon their familiarity and suggest unexpected situations.

Having begun his painting practice in the late 1990s, the artist has explored different problems inherent to the medium, notably the work of lighting and of reflecting on visual sources. This series, like previous ones, features figures and elements from his immediate surroundings, such as relatives, friends, and colleagues, whose relationships to the objects that accompany them are not very obvious.

In an earlier project, Memorias de un futuro, un país en otro país (Memoirs of a Future, One Country in Another Country), the artist took on the task of working on 72 pieces based on the principles in the sociologist and psychologist Eva Heller’s book, Psychology of Color. In it, Heller presents 135 color plates that describe different sentiments and emotions. This reasoned use of color enabled the artist to explore an emotional link to the city of Merida, Yucatan, where he was born, and where he has lived and worked for a few years now. Starting off from Heller’s research, he reflected on light, but also on belonging to a territory and the processes of introspection, as well as on personal memories and the way in which they are constituted to be productive of images.

In the body of work on view at Proyectos Monclova, Heller’s way of thinking about creating atmospheres of color—from more personal sets of themes—and the relationship to territory are still present. After several months of working in Spain, where Mathar had acquired a set of lightly pastel-colored oil paints, he returned to Merida and used his new paints to explore the light there. Because there are no hills or mountains in that peninsular city, as he observes, there comes a time in the afternoon when there is a sort of cinematic sensation, a feeling of a certain artificiality, as if the city were a film set. Starting off from this idea, and from a city where pastel colors characterize the streets, he has thought about making his paintings the way filmmakers do with their color palette.

In the same sense, he also conceives of the pictorial resource of portraiture as being staged. As in the cinema, sit-coms, or theater, there are a couple of sets—for example, the artist’s domestic space—that constitute the atmosphere for different storylines. Nevertheless, Mathar’s work is closer to sensations and atmospheres than to narratives. The stories are there as potentials; they are provocations for the viewer’s imagination. As in dreams, the sensation is more powerful than the specific memory.

This cinematic perspective is helpful in thinking about another important element of these works: namely, photography, a source that fuels them. At one point, his paintings took photographic prints as their point of departure; now they come from photographs on digital screens. That said, the work focuses not on reflecting on the medium of painting based on analogue or digital images, but rather on the way in which these tools have been incorporated, in their capacity as spaces of thinking of color that feed the pictorial process.

As the artist has explained:

Painting pays attention to light and how it gets handled. Colors are a spectrum of the possibilities for understanding it. That’s a technical idea, because nature provides colors. In photography, that’s very regulated: you can use filters and there are technical things that allow you to modify them. That’s where I realize that photography isn’t really how I support my work; it’s just a tool, like a thick or thin paintbrush, or a brand of oil paints. One understands that the better one uses one’s tools, the better results one can achieve, but the principle is always painting. Photographs are my sketches.

Mathar’s painting draws on film and photography, then, but also on the notion of improvisation, which comes from his experience making experimental music with the collective Los Lichis, which he formed in 1997 with José Luis Rojas and Gerardo Monsiváis. As a result, he offers compositions in which something that seems natural reveals itself to be strange, like chicken’s feet in a glass of milk. Dogs change scale and adopt impossible postures; the gestures of the subjects depicted become illegible. The paintings are made with photographs and incorporated elements that come from an archive of other images. With these quasi-film sets, the artist appeals to the interpretation and construction of more complex narratives, for which the viewer is always responsible. The elements become symbols; the characters are reading something that is on the verge of making them change; they point a finger at the viewers who gaze upon them, interpellating them.

The sensation of strangeness is in dialogue with experiences like the one Mathar has had while living in Merida, where he learned the word “insile,” a term that does not appear in any dictionary, but that functions as an antonym to “exile,” a way of going somewhere without leaving one’s physical location, or of staying in place without really being there. It is confinement and banishment in one. As the artist has observed:

Exile has political connotations; insile doesn’t. Borders can be internal republics, which would be emotional states; thoughts and behaviors, too. These periods of exploration can generate personal maps, a process of introspection and observation. In that sense, it can be a silence that speaks, it could be used to build images, a bird’s-eye view.

That sensation can be equated to what painting does: it seems to be silent, fixed, able to be read in a single glance, but reveals itself as a territory to be searched, in which different times, sources, and narratives appear as potentials. It is out of that silence that speaks, out of those personal and introspective maps, that Manuel Mathar offers these works.

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