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Andrés Pereira Paz
Andrés Pereira Paz - Talismania
Talismania
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Talismania: Andrés Pereira Paz
Por Gaby Cepeda

Andrés Pereira Paz persigue una forma de creación que le permite desdoblar la dimensión tangible y concreta de su experiencia: el cuerpo de la carne, el cuerpo que es la ropa y lo textil, y el cuerpo arquitectónico que adornamos con nuestros talismanes y nuestras manías. El cuerpo aparece en sus obras como un reloj propio que dicta las horas que podemos trabajar, los calambres y pinchazos, el cansancio de los ojos que nos apremia a detenernos, a descansar. Su práctica se extiende del dibujo, de los cambiantes paisajes que lo rodean, de una praxis del sueño. También se relaciona con un tiempo más largo, el de los ciclos que nos conducen, Pereira Paz piensa en la sequía, la ausencia de lluvia que nos acompañó en la ciudad hasta casi entrado el verano, y que de pronto se transformó en grandiosos chubascos que marcaban la tarde y el día llegando a su final para dejar caer la noche. Esa sensación de estar a merced de los elementos, de los recursos que una fuerza inmanejable decide otorgarnos: más tiempo, más agua, más fuego, más aire.

Un talismán, desde la antigua Grecia y los primeros filósofos del islam, es un objeto en iguales partes terrenal y divino que concentra en su materialidad la capacidad de subvertir el mundo natural a través de la manipulación del sobrenatural. El talismán protege y trae beneficios a su portador, los más comunes siendo el sano retorno del ser amado, el resguardo de las pertenencias valiosas, la solución de las dificultades en la fecundidad y, siempre, la oportuna lluvia para las cosechas. Es este último aspecto el que más le interesa a Pereira Paz, a su mirar, la falta de agua es el reloj definitivo: la crisis que más claramente marca el tiempo de nuestras vidas, de la forma que tomarán, de dónde se desarrollarán, de quienes estarán ahí para sobrevivirla, de todo lo que sacrificaremos y perecerá en el camino hasta ahí.

Las piezas en la sala son entonces talismanes que buscan asegurar el agua para su portador y dueño, como los talismanes de antaño, saben integrarse a la arquitectura y ser parte de ella en su plegaria por la protección de aquellos a quienes ampara. También, como las imágenes religiosas que son el resultado de la compulsión de la representación de la fe católica, los textiles de Pereira Paz representan en clave emocional el suplicio y la desesperación de los animales en un lugar y momento específico: los enormes incendios de la Amazonía que han quemado más de 10 millones de hectáreas de bosque selvático en los últimos años para instalar en su lugar el monocultivo de soya y la palma africana. El fuego ha consumido extensiones exorbitantes en Bolivia, Brasil, Argentina, Ecuador, Perú y Venezuela, y con ello, el hábitat y la forma de vida de incontables comunidades no-humanas. En su texto En las ruinas del bosque, Paulo Tavares rastrea una serie de descubrimientos tanto arqueológicos como antropológicos que desequilibran nuestra noción de ruina y de bosque. En el imaginario europeo, el bosque es siempre el exterior de la polis, lo que está más allá de lo humano, la terra nullius que se puede expropiar y explotar, la selva de la Amazonía como el ejemplo más perfecto de esto. Sin embargo, hoy sabemos que las comunidades indígenas que han habitado ese enorme y fértil territorio por siglos, lo han transformado y mantenido de formas radicales: la Amazonía es un jardín sostenido por los saberes de sus habitantes, y sus ruinas, los signos de los que lo habitaron antes, son precisamente sus distintos sedimentos, sus árboles, sus palmas y sus semillas. Tavares menciona a Deborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro, quienes advierten que lo que en la imaginación occidental se erige como el ‘entorno’ o el ‘ambiente’, para los pueblos de la Amazonía se constituye como “una sociedad de sociedades, una arena internacional, una cosmopoliteia”, en la que los jaguares, los monos, los tatús, los capibaras, los osos hormigueros, los cóndores, los socorís, los tucanes, son todos ciudadanos y miembros de sus propias comunidades, a su vez superpuestas e inevitablemente vinculadas con la supervivencia y equilibrio de todas las otras comunidades a su alrededor, inclusive las humanas. Es increíble pensar que lo que siglos de conocimiento y cuidado supieron multiplicar y conservar, hoy está en grave peligro por la inmensa avaricia de un estilo de vida que nos ha llevado a la destrucción del 95% de la fauna silvestre latinoamericana en medio siglo, que nos ha llevado a padecer sequías y fuegos interminables, huracanes y tormentas cada vez más violentas, sin mencionar los conflictos geopolíticos cada vez más sedientos de sangre. Una forma de vida que ha quemado la vida hasta su núcleo, ha atravesado el centro y no nos permite vivir más que en sus extremos, en sus antípodas.

Las obras de Pereira Paz retratan esos elementos: el agua, el fuego, la tierra y sus habitantes en relaciones simbólicas, en equilibrios deseables y melancolías inevitables. Los representa como paisajes misteriosos, nocturnos, con narrativas crípticas de saberes astutos, conocimientos que dejamos en el plano del mito, en el régimen ontológico de la diferencia intensa, fluida y continua, en el plano de virtualidad pura en la que lo humano y lo no-humano fueron una misma sustancia heterogénea.  Hay felinos todopoderosos, tiburones y formas humanas retozando en las olas, rayos del sol y relámpagos, llamas con mosquitos, pero también árboles chamuscados, el avance del desierto, la huida desesperada y el indomable paso del tiempo.

Pereira Paz se refiere a este grupo de obra como ‘tellages’, un portmanteu entre tela y collage. Son de terciopelo y lino, adornados con orfebrería taxqueña de mediados del s. XX, de casas de joyería con nombres como Los Castillo o Salvador Terán, hoy extintas o que continúan funcionando como talleres, sin el glamour que un día las hizo brillar y encontrada en sitios tan corrientes como ebay y mercados de pulgas. Para el artista estas ofrendas de metales preciosos evocan la tradición de los ‘cargamentos’ de su natal Bolivia en la que los devotos folcloristas ofrecen grandes volúmenes de plata dispuestos sobre automóviles —antes burritos, caballos o bueyes— a las deidades de la Montaña. Este medio de transporte es cubierto con textiles espléndidos y colmado con platones, soperas, cucharas, charolas, cuchillos, espumaderas, candelabros, jarras, etc. El fulgor del Sol sobre estas superficies, a una altitud pronunciada, provoca una refracción extrema, una relación especial con la luz que satisface a las montañas, a las vírgenes de los socavones, y deja que la extracción minera siga su curso bajo sus miradas atentas. Ese brillo le habla de los humano y de su enorme generosidad al plano celestial, para congraciarse, para agradecerle por los bienes que las fauces de la montaña les regala.  Este interés en las costumbres materiales de su origen se refracta también en las referencias que marcan la obra de Pereira Paz.  Hay en ellas un reconocimiento obstinado del camino andado por los que vinieron andes de nosotros; esa idea terca de recorrer un largo trecho para escapar del punto original sólo para terminar donde se comenzó, apreciando la genealogía que nos da lugar. Aparecen así imágenes como de ensueño: el reloj del congreso de La Paz, en Bolivia, que avanza en sentido contrario, marcando un tiempo distinto; el uso paradójico y exquisito de los materiales de Inés Córdova; y los árboles retorcidos y los paisajes desahuciados de Raquel Forner, que nos recuerdan los cataclismos cíclicos de la humanidad.

En más de un sentido, hay mucho esmero invertido en los materiales que conforman estas obras, en su proveniencia, en su presente y en su futuro, en su uso responsable. Pereira Paz prefiere lo que ya existe como, por ejemplo, los metales casados, una técnica desarrollada por los orfebres de la familia Castillo en las décadas de los 30s y 40s, en la que fundían distintos metales puros y aleaciones con gran dificultad para crear objetos multicolor. La técnica hoy ha caído en desuso y Pereira Paz encuentra en su sumatoria de metales preciosos algo de ese brillo sobrehumano que sus antepasados buscaron para complacer al Sol. Ese acercamiento a los materiales, que busca producir objetos pequeños en los que se hunden horas y horas de dedicación, se espejea en estas obras. Pereira Paz ‘casa’ materiales bondadosos, el lino, el terciopelo y los metales, para crear objetos otros a partir de su unión evidente, de la alianza de sus características cromáticas y texturas tangibles, y de la transformación que él promueve con su trabajo en una escala pequeña que requiere más una forma de meditación y de concentración que de generación constante de imágenes u objetos. De esto emerge un ‘tiempo de las manos’, el tiempo del estudio del artista, un ritmo de producción enteramente humano, centrado en el propio cuerpo y que se aleja de la lógica de las fuerzas contemporáneas que crean presiones artificiales, de deseo y de consumo, de reproducción interminable. Un tiempo de producción que crea justo lo que es suficiente, lo que es necesario y ni un minuto más.

Talismania: Andrés Pereira Paz
By Gaby Cepeda

Andrés Pereira Paz seeks a form of creation that allows him to unfold the tangible and concrete dimensions of his own experience: the body of the flesh, the extended body that are our clothes and textiles, and the architectonic body that we adorn with our talismans and manias. The body appears in his pieces as its own clock, dictating the hours in which work may happen, as the muscle cramps and aches, the heavy eyes that beckon us to stop, to rest. His practice extends from drawing, from the changing landscapes around him and from a dream praxis. It is also related to a longer time, the one of the cycles that sway us: Pereira Paz is thinking of draught, the absence of rain that accompanied us in the city until well into the summer, which suddenly transformed into grandiose downpours that marked the evening, the day coming to its end to let the nightly curtain drop. He thinks of the feeling of being at the mercy of the elements, dependent on the resources that unmanageable forces decide to share with us: more time, more water, more fire, more wind.

A talisman, ever since ancient Greece and the first philosophers of Islam, is an object equal parts earthly and divine, concentrating in its materiality the ability to subvert the natural world through the manipulation of the supernatural one. The talisman protects and brings blessings to its holder, most commonly the safe return of a loved one, the safekeeping of valuables, the solution to fertility difficulties and, always, the opportune arrival of rain for a good harvest. It is this last aspect that most interests Pereira Paz. As he sees it, water scarcity is the ultimate clock: the crisis that most evidently marks the beat of our lives, of what they will look like, where they will take place, who will endure—what we will sacrifice and what will perish on the way there.

The pieces in the room are then talismans looking to secure water for its holder and owner; like ancient talismans, they know to blend in with the architecture, to be part of its plea for the protection of those who inhabit it. Pereira Paz’s textiles, like the religious images that result from the Catholic compulsion for representation, also portray, in an emotional key, the torture and desperation of plants and animals in a specific moment in time: the gargantuan fires in the Amazon that have engulfed over 10 million hectares of rainforest in the past few years, most of them intentionally, wreaking misery to install the single-crop farming of soy and African oil palm. The fires have destroyed exorbitant extensions of land in Bolivia, Brazil, Argentina, Ecuador, Perú and Venezuela, and with them, the habitats and forms-of-life of countless non-human communities. In his text, In the Forest Ruins, Paulo Tavares follows a series of archaeological and anthropological discoveries that destabilize our established notions of ruin and forest. In European epistemology, the forest is always what lies outside the polis, beyond the human organization of reality, terra nullius available for expropriation and exploitation, the Amazon forest as the perfect exemplification. Today, however, we know that it is the indigenous communities who have inhabited that vast and fertile territory for centuries, that have worked to transform and maintain it in radical ways: the Amazon is a garden, sustained by the knowledge of its peoples; and its ruins, the traces left by those that came before, are evident precisely in its different sediments, its trees, palms and seeds. Tavares mentions Deborah Danowski and Eduardo Viveiros de Castro who warn us that what the Western imagination constructs as the ‘environment’, the peoples of Amazonia consider “a society of societies, an international arena, a cosmopoliteia”, in which jaguars, monkeys, tatous, capybaras, anteaters, condors, seriemas and toucans, are all citizens and representatives of their own communities, which themselves overlap and are integral to the survival and equilibrium of all the other communities around them, including humans. It is unthinkable that centuries of know-how and care, responsible for the multiplication and conservation of immense biodiversity, are all in grave danger as a result of the boundless greed of a lifestyle that has led to the destruction of 95% of wild fauna in Latin America in less than half a century. It has led to agonizing draughts and endless fires, ever-larger hurricanes and wilder storms, not to mention blood-thirsty geopolitical conflicts. It is a lifestyle that has burnt life down to its core, it has burnt through its center and now only allows us to exist in its extremes, life in the antipodes.

Pereira Paz’s works depict those elements, water, fire, earth and its inhabitants, in symbolic relationships, in desirable serenity and unavoidable melancholy. He represents them as nightly, mysterious landscapes, with cryptic narratives about cunning knowledge, pulled from the plane of myth, from the ontological regime of intense, fluid and continuous difference—the plane of pure virtuality in which the human and non-human were once a single heterogeneous substance. There’s all powerful felines, sharks and humans frolicking in the waves, sunlight and lightning bolts, llamas with mosquitos, but also scorched trees, the headway of the desert, desperate flights and the implacable progress of time.

The artist refers to this body of work as ‘tellages’—a portmanteau from tela (fabric) and collage. They are the union of velvet and linen, embellished with precious metals created by mid-century Taxco metalsmiths with bygone names like Los Castillo or Salvador Terán, famous jewelry design houses that are now extinct or carry on as workshops, without the glamour that once  graced them, now found in places like ebay and flea markets. For Pereira Paz, these precious metal offerings evoke the tradition of ‘cargamentos’ (shipments) from his home country of Bolivia, in which folkloric devotees consecrate large volumes of silver on cars —donkeys, horses or oxes, before— to the deities of the Mountain. The means of transport are covered in splendid textiles and then showered in silver bowls, trays, ladles, knives, skimmers, candelabra, jars, etc. The radiance of the Sun on these surfaces, at the mythic altitude of Bolivian cities, creates an extreme refraction, a special relationship with light that satisfies the mountains and the Virgins of the Sinkholes, who acquiesce to the continued extraction from the mines, keeping their watchful eyes on the men. That radiance speaks to the celestial plane about humans and their generosity, they seek to ingratiate themselves, to thank God for the goods the belly of the mountain offers them. This interest in the material customs of his origins is also refracted in the references impressed in Pereira Paz’s work. In it, there’s an obstinate recognition of the roads walked by those that came before us; the headstrong idea of going around the world to escape our starting point only to end up where one began, appreciating the genealogy that gave us life. And thus, dreamlike images appear: the clock at the Bolivian Congress in La Paz, which turns anti-clockwise, marking the beat of a different time; the paradoxical and exquisite use of materials in Inés Córdova’s polymathic creations; the tangled trees and terminally ill landscapes of Raquel Forner, that remind us of the humanity’s cyclical cataclysms.

In more than one way, there is so much diligence invested in the materials that make up these works, in their provenance, their present and their future, in their responsible usage. Pereira Paz prefers that which already exists, such as married metals, a technique developed by the Castillo family in the 30s and 40s, in which they would solder together different metals with great difficulty to create multicolored objects. Today, that technique has fallen in disuse yet Pereira Paz finds in its accumulation of precious metals some of that superhuman radiance his ancestors sought out in order to please the Sun. That approach towards materials, of creating small objects in which one sinks hours and hours of dedication, is mirrored in these works. The artist ‘marries’ good-natured materials, linen, velvet and metals, to create new objects from their evident union, from the alliance between their chromatic characteristics and their tangible textures, and from the transformation that Pereira Paz sets forth with his small-scale labor, closer to a form of meditation than to an overflowing output of images and objects. From this emerges a ‘time of the hands’, the time of the artist in the studio, a production rate that is entirely human, centered in one’s own body and distanced from the logic of contemporary forces creating artificial pressure, the desire and consumption of endless reproduction. A time of production that creates exactly enough, what is needed and not a minute more.

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Talismania: Andrés Pereira Paz
Por Gaby Cepeda

Andrés Pereira Paz persigue una forma de creación que le permite desdoblar la dimensión tangible y concreta de su experiencia: el cuerpo de la carne, el cuerpo que es la ropa y lo textil, y el cuerpo arquitectónico que adornamos con nuestros talismanes y nuestras manías. El cuerpo aparece en sus obras como un reloj propio que dicta las horas que podemos trabajar, los calambres y pinchazos, el cansancio de los ojos que nos apremia a detenernos, a descansar. Su práctica se extiende del dibujo, de los cambiantes paisajes que lo rodean, de una praxis del sueño. También se relaciona con un tiempo más largo, el de los ciclos que nos conducen, Pereira Paz piensa en la sequía, la ausencia de lluvia que nos acompañó en la ciudad hasta casi entrado el verano, y que de pronto se transformó en grandiosos chubascos que marcaban la tarde y el día llegando a su final para dejar caer la noche. Esa sensación de estar a merced de los elementos, de los recursos que una fuerza inmanejable decide otorgarnos: más tiempo, más agua, más fuego, más aire.

Un talismán, desde la antigua Grecia y los primeros filósofos del islam, es un objeto en iguales partes terrenal y divino que concentra en su materialidad la capacidad de subvertir el mundo natural a través de la manipulación del sobrenatural. El talismán protege y trae beneficios a su portador, los más comunes siendo el sano retorno del ser amado, el resguardo de las pertenencias valiosas, la solución de las dificultades en la fecundidad y, siempre, la oportuna lluvia para las cosechas. Es este último aspecto el que más le interesa a Pereira Paz, a su mirar, la falta de agua es el reloj definitivo: la crisis que más claramente marca el tiempo de nuestras vidas, de la forma que tomarán, de dónde se desarrollarán, de quienes estarán ahí para sobrevivirla, de todo lo que sacrificaremos y perecerá en el camino hasta ahí.

Las piezas en la sala son entonces talismanes que buscan asegurar el agua para su portador y dueño, como los talismanes de antaño, saben integrarse a la arquitectura y ser parte de ella en su plegaria por la protección de aquellos a quienes ampara. También, como las imágenes religiosas que son el resultado de la compulsión de la representación de la fe católica, los textiles de Pereira Paz representan en clave emocional el suplicio y la desesperación de los animales en un lugar y momento específico: los enormes incendios de la Amazonía que han quemado más de 10 millones de hectáreas de bosque selvático en los últimos años para instalar en su lugar el monocultivo de soya y la palma africana. El fuego ha consumido extensiones exorbitantes en Bolivia, Brasil, Argentina, Ecuador, Perú y Venezuela, y con ello, el hábitat y la forma de vida de incontables comunidades no-humanas. En su texto En las ruinas del bosque, Paulo Tavares rastrea una serie de descubrimientos tanto arqueológicos como antropológicos que desequilibran nuestra noción de ruina y de bosque. En el imaginario europeo, el bosque es siempre el exterior de la polis, lo que está más allá de lo humano, la terra nullius que se puede expropiar y explotar, la selva de la Amazonía como el ejemplo más perfecto de esto. Sin embargo, hoy sabemos que las comunidades indígenas que han habitado ese enorme y fértil territorio por siglos, lo han transformado y mantenido de formas radicales: la Amazonía es un jardín sostenido por los saberes de sus habitantes, y sus ruinas, los signos de los que lo habitaron antes, son precisamente sus distintos sedimentos, sus árboles, sus palmas y sus semillas. Tavares menciona a Deborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro, quienes advierten que lo que en la imaginación occidental se erige como el ‘entorno’ o el ‘ambiente’, para los pueblos de la Amazonía se constituye como “una sociedad de sociedades, una arena internacional, una cosmopoliteia”, en la que los jaguares, los monos, los tatús, los capibaras, los osos hormigueros, los cóndores, los socorís, los tucanes, son todos ciudadanos y miembros de sus propias comunidades, a su vez superpuestas e inevitablemente vinculadas con la supervivencia y equilibrio de todas las otras comunidades a su alrededor, inclusive las humanas. Es increíble pensar que lo que siglos de conocimiento y cuidado supieron multiplicar y conservar, hoy está en grave peligro por la inmensa avaricia de un estilo de vida que nos ha llevado a la destrucción del 95% de la fauna silvestre latinoamericana en medio siglo, que nos ha llevado a padecer sequías y fuegos interminables, huracanes y tormentas cada vez más violentas, sin mencionar los conflictos geopolíticos cada vez más sedientos de sangre. Una forma de vida que ha quemado la vida hasta su núcleo, ha atravesado el centro y no nos permite vivir más que en sus extremos, en sus antípodas.

Las obras de Pereira Paz retratan esos elementos: el agua, el fuego, la tierra y sus habitantes en relaciones simbólicas, en equilibrios deseables y melancolías inevitables. Los representa como paisajes misteriosos, nocturnos, con narrativas crípticas de saberes astutos, conocimientos que dejamos en el plano del mito, en el régimen ontológico de la diferencia intensa, fluida y continua, en el plano de virtualidad pura en la que lo humano y lo no-humano fueron una misma sustancia heterogénea.  Hay felinos todopoderosos, tiburones y formas humanas retozando en las olas, rayos del sol y relámpagos, llamas con mosquitos, pero también árboles chamuscados, el avance del desierto, la huida desesperada y el indomable paso del tiempo.

Pereira Paz se refiere a este grupo de obra como ‘tellages’, un portmanteu entre tela y collage. Son de terciopelo y lino, adornados con orfebrería taxqueña de mediados del s. XX, de casas de joyería con nombres como Los Castillo o Salvador Terán, hoy extintas o que continúan funcionando como talleres, sin el glamour que un día las hizo brillar y encontrada en sitios tan corrientes como ebay y mercados de pulgas. Para el artista estas ofrendas de metales preciosos evocan la tradición de los ‘cargamentos’ de su natal Bolivia en la que los devotos folcloristas ofrecen grandes volúmenes de plata dispuestos sobre automóviles —antes burritos, caballos o bueyes— a las deidades de la Montaña. Este medio de transporte es cubierto con textiles espléndidos y colmado con platones, soperas, cucharas, charolas, cuchillos, espumaderas, candelabros, jarras, etc. El fulgor del Sol sobre estas superficies, a una altitud pronunciada, provoca una refracción extrema, una relación especial con la luz que satisface a las montañas, a las vírgenes de los socavones, y deja que la extracción minera siga su curso bajo sus miradas atentas. Ese brillo le habla de los humano y de su enorme generosidad al plano celestial, para congraciarse, para agradecerle por los bienes que las fauces de la montaña les regala.  Este interés en las costumbres materiales de su origen se refracta también en las referencias que marcan la obra de Pereira Paz.  Hay en ellas un reconocimiento obstinado del camino andado por los que vinieron andes de nosotros; esa idea terca de recorrer un largo trecho para escapar del punto original sólo para terminar donde se comenzó, apreciando la genealogía que nos da lugar. Aparecen así imágenes como de ensueño: el reloj del congreso de La Paz, en Bolivia, que avanza en sentido contrario, marcando un tiempo distinto; el uso paradójico y exquisito de los materiales de Inés Córdova; y los árboles retorcidos y los paisajes desahuciados de Raquel Forner, que nos recuerdan los cataclismos cíclicos de la humanidad.

En más de un sentido, hay mucho esmero invertido en los materiales que conforman estas obras, en su proveniencia, en su presente y en su futuro, en su uso responsable. Pereira Paz prefiere lo que ya existe como, por ejemplo, los metales casados, una técnica desarrollada por los orfebres de la familia Castillo en las décadas de los 30s y 40s, en la que fundían distintos metales puros y aleaciones con gran dificultad para crear objetos multicolor. La técnica hoy ha caído en desuso y Pereira Paz encuentra en su sumatoria de metales preciosos algo de ese brillo sobrehumano que sus antepasados buscaron para complacer al Sol. Ese acercamiento a los materiales, que busca producir objetos pequeños en los que se hunden horas y horas de dedicación, se espejea en estas obras. Pereira Paz ‘casa’ materiales bondadosos, el lino, el terciopelo y los metales, para crear objetos otros a partir de su unión evidente, de la alianza de sus características cromáticas y texturas tangibles, y de la transformación que él promueve con su trabajo en una escala pequeña que requiere más una forma de meditación y de concentración que de generación constante de imágenes u objetos. De esto emerge un ‘tiempo de las manos’, el tiempo del estudio del artista, un ritmo de producción enteramente humano, centrado en el propio cuerpo y que se aleja de la lógica de las fuerzas contemporáneas que crean presiones artificiales, de deseo y de consumo, de reproducción interminable. Un tiempo de producción que crea justo lo que es suficiente, lo que es necesario y ni un minuto más.

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