Árboles engarzados metálicamente. A propósito de Forst de Michael Sailstorfer
Por María Antonia González Valerio
La naturaleza como tema nos ocupa con urgencia en esta contemporaneidad. Hay una sensación generalizada de devastación, de crisis inminente, de catástrofe. Parece que estamos ante el riesgo de que la vida en el planeta deje de ser tal y como la conocemos, de que se extinga este modo de ser de lo vivo. La naturaleza nos aparece como vulnerable y amenazada. Ante esa urgencia y sensación las respuestas son múltiples, plurales y completamente carentes de consenso.
¿Cuál es el lugar que ocupa la naturaleza en nuestro mundo? Entre mercancía, útil, objeto de cambio, materia prima, recurso natural, paisaje, parque, ecosistema... La naturaleza ha dejado de ser lo inmediato, lo incuestionable, lo que damos por sentado asumiendo que está simplemente allí y que es de una potencia inmensa como para ser alterada por lo humano; y ha pasado a ser aquello a lo que tenemos que darle un lugar, dejarle un sitio, procurarle y salvaguardarle tanto de lo humano como de los desequilibrios que la actividad humana genera en el planeta.
Una naturaleza amenazada, ese es uno de los temas ineludibles de nuestro tiempo; o bien naturalezas en vías de extinción, porque hay muchos más modos de ser de lo natural y de lo vivo que aquello que consideramos y contemplamos, que aquello por lo que frenéticamente nos preocupamos. Lo vivo se dice de muchas maneras y en esa multiplicidad irreductible, incluso innombrable lo vivo se abre y expande mucho más allá de nuestras precarias redes de cuidado. ¿Qué es lo que vemos y nombramos desde un determinado punto? ¿Qué es lo que nos importa y desde cuándo?
Hay que pensar la manera en la que el árbol aparece como arte: producir plataformas de visibilidad y presentar allí lo que (a veces) nos interesa, en lo que habremos de demorarnos (por instantes). Llevar lo vivo a la plataforma. Pero no desde cualquier lugar, porque ya no es lo vivo del paisaje bucólico, no es lo vivo de la representación plástica luminosa, no es el árbol en la exuberante selva, no es el árbol en el tupido bosque. La plataforma de visibilidad que produce el arte contemporáneo permite cuestionar lo vivo desde los entrecruces en los que se da el arte en estos tiempos. Lo vivo aparece entonces en su fragilidad, en su materialidad, en su muerte. Un mundo invertido en el que los árboles muertos giran de cabeza sin danzar. Giran mecánicamente con un rotomotor que decide sus movimientos hacia ningún lado.
La naturaleza está aquí entrelazada con lo técnico, y lo técnico es aquello de lo que ya no puede escapar. Aquí y ahora ya no hay naturaleza que se dé al margen de lo técnico. Hay que entenderla, entonces, atravesada por las tecnologías, de la informática a la biotecnología a la ingeniería; atravesada por aquello que también la amenaza. Árboles engarzados metálicamente al rotomotor que decide sus movimientos, que los coloca al revés porque están dislocadas en la instalación, la gravedad que les ha hecho crecer hacia el cielo y la espacialidad que ha informado al organismo para que se desarrolle verticalmente, espigadamente cubierto de puntas altivas. No hay arriba y no hay abajo, como si el orden se hubiera disipado, como si el espacio apareciera siendo el resultado de nuestras acciones y disposiciones. Árboles muertos, secos, que van perdiendo de a poco sus ramas, sus acículas desperdigadas en el piso, que se van convirtiendo en polvo, que van desapareciendo.
Esto no es un bosque. Esto no es un jardín.
Aquí nada respira.
Aquí hay árboles-máquina que no tienen trato con lo otro, que no tienen mundo, que no son cabe el pájaro, cabe el liquen, cabe el viento y el cielo.
Desenraizados, sin tierra, sin lugar, de aquí para allá, presentados como objeto-obra de arte. Árbol que en su ser muerte interpela desde un sonido maquinal haciendo que surjan audibles las preguntas que sobre todo tenemos que hacernos si es que hemos de ser capaces de seguir habitando en la naturaleza, si es que sabremos dar a la naturaleza algún día un lugar no como lo que contemplamos allá afuera, lejos, en un bosque oscuro, sino como lo que forma parte de nuestra cotidianidad, en lo que andamos todos los días y sin lo que nunca podríamos estar.
Ahora lo más simple se puede preguntar, ¿qué es un árbol? ¿Qué?
Y luego, ¿qué es lo que (nos) sucede una vez que el árbol realmente acontece?
Aparece. Quizá por primera vez. Un árbol. Este árbol. ¿Qué es? ¿De dónde viene? ¿A dónde llega? ¿Cuál fue su bosque? ¿Por qué está aquí? ¿Y yo?
La obra Forst es una invitación a habitar junto al árbol.
Metallically Connected Trees: À propos of Forst by Michael Sailstorfer
By María Antonia González Valerio
In this day and age, the theme of nature is an urgent concern. There is a generalized sense of devastation, of imminent crisis, of catastrophe. It feels as though we are facing the risk that life on the planet will cease to exist as we know it, that life’s mode of being will go extinct. We see nature as vulnerable, threatened. There are many different ways of responding to this emergency and this feeling, but a consensus is utterly lacking.
What place does nature occupy in our world? Between being a commodity, an instrument, an object of exchange, a raw material, a natural resource, a landscape, a park, an ecosystem, nature has ceased to be something immediate, something unquestioned, something we take for granted, assuming that it is simply there and that its power is too great to be affected by human beings. It has become something for which we have to create a place, to make room, to procure it and safeguard it both from humanity and from the imbalances that human activity generates on the planet.
Nature under threat: that is one of the inescapable themes of our time—or nature en route to extinction, because natural and living things have many more ways of being than what we are able to conceive or understand, than the one that frenetically worries us. Lo vivo—life in general, all living beings—can mean many things, and in that irreducible and even indescribable plurality, life opens up and extends far beyond our precarious networks of care. What is it that we see and describe from a given point? What matters to us, and since when?
We must consider the way in which trees appear as art: we must produce platforms of visibility and display there what (sometimes) interests us, what we will have to linger over (for a few fleeting moments). We must bring life to such a platform, but not from just anywhere, because it is no longer the life of the bucolic landscape, nor is it the life of luminous visual representation, nor the tree in the exuberant jungle, nor the tree in the lush forest. The platform of visibility produced by contemporary art makes it possible to question life from the standpoint of the nexuses in which it is given in these times. Life appears then in its fragility, in its materiality, in its death. An upside-down world in which dead trees whirl on their tops without dancing. They spin mechanically, a rotomotor determining how they move, wandering without any destination.
Here nature intertwines with technics, and technics is something from which there is no longer any escape. Here and now there is no nature that is given at the margin of technics. We thus have to understand it as permeated by various technologies, from information science to biotechnology to engineering; permeated by that which also threatens it. Trees linked metallically to the rotomotor that determines their movements, that turns them upside-down because they are dislocated in the installation, the gravity that makes them grow toward the sky and the spatiality that has informed the organism so that it grows vertically, thinly covered in raised points. There is neither up nor down: it as if order had dissipated, as if space appeared to be the result of our actions and dispositions.
Dry, dead trees losing their branches little by little, their needles scattered on the floor, where they turn into dust, disappearing.
This is not a forest. This is not a garden.
Nothing breathes here.
Here there are tree-machines that have no covenant with the other, that have no world, around which there are no birds, no lichen, no wind, no sky.
Uprooted, unearthed, placeless, neither here nor there, presented as art-objects; trees whose death calls out with the sound of a machine, voicing the questions that we most have to ask ourselves if we are to be capable of continuing to inhabit nature, if we are to know some day how to give nature a place—not as we contemplate it from the outside, from afar, in a dark forest, but rather as something that is part of our everyday lives, through which we move every day, and which we could never be without.
Now the simplest question can be asked: what is a tree? What?
And after that: what happens (to us) once the tree really occurs as an event?
For the first time, perhaps a tree appears. This tree. What is it? Where does it come from? Where will it go? Which forest did it belong to? Why is it here? And why am I here?
Forst is an invitation to dwell alongside trees.
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Árboles engarzados metálicamente. A propósito de Forst de Michael Sailstorfer
Por María Antonia González Valerio
La naturaleza como tema nos ocupa con urgencia en esta contemporaneidad. Hay una sensación generalizada de devastación, de crisis inminente, de catástrofe. Parece que estamos ante el riesgo de que la vida en el planeta deje de ser tal y como la conocemos, de que se extinga este modo de ser de lo vivo. La naturaleza nos aparece como vulnerable y amenazada. Ante esa urgencia y sensación las respuestas son múltiples, plurales y completamente carentes de consenso.
¿Cuál es el lugar que ocupa la naturaleza en nuestro mundo? Entre mercancía, útil, objeto de cambio, materia prima, recurso natural, paisaje, parque, ecosistema... La naturaleza ha dejado de ser lo inmediato, lo incuestionable, lo que damos por sentado asumiendo que está simplemente allí y que es de una potencia inmensa como para ser alterada por lo humano; y ha pasado a ser aquello a lo que tenemos que darle un lugar, dejarle un sitio, procurarle y salvaguardarle tanto de lo humano como de los desequilibrios que la actividad humana genera en el planeta.
Una naturaleza amenazada, ese es uno de los temas ineludibles de nuestro tiempo; o bien naturalezas en vías de extinción, porque hay muchos más modos de ser de lo natural y de lo vivo que aquello que consideramos y contemplamos, que aquello por lo que frenéticamente nos preocupamos. Lo vivo se dice de muchas maneras y en esa multiplicidad irreductible, incluso innombrable lo vivo se abre y expande mucho más allá de nuestras precarias redes de cuidado. ¿Qué es lo que vemos y nombramos desde un determinado punto? ¿Qué es lo que nos importa y desde cuándo?
Hay que pensar la manera en la que el árbol aparece como arte: producir plataformas de visibilidad y presentar allí lo que (a veces) nos interesa, en lo que habremos de demorarnos (por instantes). Llevar lo vivo a la plataforma. Pero no desde cualquier lugar, porque ya no es lo vivo del paisaje bucólico, no es lo vivo de la representación plástica luminosa, no es el árbol en la exuberante selva, no es el árbol en el tupido bosque. La plataforma de visibilidad que produce el arte contemporáneo permite cuestionar lo vivo desde los entrecruces en los que se da el arte en estos tiempos. Lo vivo aparece entonces en su fragilidad, en su materialidad, en su muerte. Un mundo invertido en el que los árboles muertos giran de cabeza sin danzar. Giran mecánicamente con un rotomotor que decide sus movimientos hacia ningún lado.
La naturaleza está aquí entrelazada con lo técnico, y lo técnico es aquello de lo que ya no puede escapar. Aquí y ahora ya no hay naturaleza que se dé al margen de lo técnico. Hay que entenderla, entonces, atravesada por las tecnologías, de la informática a la biotecnología a la ingeniería; atravesada por aquello que también la amenaza. Árboles engarzados metálicamente al rotomotor que decide sus movimientos, que los coloca al revés porque están dislocadas en la instalación, la gravedad que les ha hecho crecer hacia el cielo y la espacialidad que ha informado al organismo para que se desarrolle verticalmente, espigadamente cubierto de puntas altivas. No hay arriba y no hay abajo, como si el orden se hubiera disipado, como si el espacio apareciera siendo el resultado de nuestras acciones y disposiciones. Árboles muertos, secos, que van perdiendo de a poco sus ramas, sus acículas desperdigadas en el piso, que se van convirtiendo en polvo, que van desapareciendo.
Esto no es un bosque. Esto no es un jardín.
Aquí nada respira.
Aquí hay árboles-máquina que no tienen trato con lo otro, que no tienen mundo, que no son cabe el pájaro, cabe el liquen, cabe el viento y el cielo.
Desenraizados, sin tierra, sin lugar, de aquí para allá, presentados como objeto-obra de arte. Árbol que en su ser muerte interpela desde un sonido maquinal haciendo que surjan audibles las preguntas que sobre todo tenemos que hacernos si es que hemos de ser capaces de seguir habitando en la naturaleza, si es que sabremos dar a la naturaleza algún día un lugar no como lo que contemplamos allá afuera, lejos, en un bosque oscuro, sino como lo que forma parte de nuestra cotidianidad, en lo que andamos todos los días y sin lo que nunca podríamos estar.
Ahora lo más simple se puede preguntar, ¿qué es un árbol? ¿Qué?
Y luego, ¿qué es lo que (nos) sucede una vez que el árbol realmente acontece?
Aparece. Quizá por primera vez. Un árbol. Este árbol. ¿Qué es? ¿De dónde viene? ¿A dónde llega? ¿Cuál fue su bosque? ¿Por qué está aquí? ¿Y yo?
La obra Forst es una invitación a habitar junto al árbol.
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