por Kim Córdova
Alimentarse es responder a una necesidad en forma de hambre y a un deseo en forma de apetito. En Food for Thought, Raúl Ortega Ayala presenta una réplica visceral de escenas gastronómicamente grotescas que se generan cuando el consumo alimenticio es desvinculado tanto de la necesidad como del deseo por la comida. Como resultado de su propia inmersión en la industria alimenticia –un proceso con enfoque antropológico que duró tres años–, Ortega Ayala se deleita ante la estática psicología de la acción disociada de la razón y propone al cuerpo como un receptor sensorial de los placeres derivados del “abyecto gustativo”.1
Así como al consagrar lo sagrado se define simultáneamente lo profano, la identidad cultural se consolida de igual manera sobre las nociones del gusto que sobre las del dis-gusto. El concepto del gusto es por lo tanto una reflexión en constante evolución sobre los valores sociales; una diana en movimiento completamente abstracta en torno a la cual se busca consenso colectivo para obtener cohesión social con el propósito de distinguir lo erudito de lo inculto.
La absurda aspiración de consolidar al “buen gusto” (literal o metafóricamente) en un solo sazón, se refleja en Babel Fat Tower de Ortega Ayala. Construida con grasa y huesos, esta réplica de la torre mítica pintada en 1563 por Pieter Bruegel el Viejo es dispuesta bajo un grupo de lámparas para disolverse en un charco agrio. Ciertamente existe un macabro deleite al presenciar el colapso en cámara lenta del símbolo bíblico de la arrogancia humana, vencido por el peso de sus propios escombros. Al enfatizar el patético proceso de desaparición de la torre arquetípica, la obra sugiere la cresta, pero también los declives de los ciclos de la civilización humana. Aunque las razones específicas para los ascensos y declives individuales de los órdenes sociales están moral o políticamente cargados, los ciclos que juntos componen son moralmente indiferentes.
Ante la incapacidad de que estos ciclos respondan a cierta moralidad, una frustración natural se activa en Melting Pots de Ortega Ayala. Después de que el espectador recorre un despliegue laberíntico de objetos coleccionables del 11 de septiembre, el artista presenta un bufet basado en el menú que se servía en el restaurante Windows on the World, que coronaba la Torre Norte del World Trade Center en Nueva York. La comida es ofrecida en bandejas de una compañía que produce sus artículos con metal recuperado, incluyendo la chatarra procedente de la Zona cero. La incertidumbre sobre los orígenes de los materiales deja una pregunta abierta, enfocándose en los ciclos de los desechos más que en hacer un fetiche de un horror específico. Entonces nos preguntamos, ¿cuántas comidas se han cocinado, qué otro alimento o bocado se ha servido en cazuelas y sartenes fundidas de otras desconocidas atrocidades? Sin embargo, ¿por qué deberíamos esperar que el ciclo de metal recuperado fuera más consciente moralmente que cualquier otro ciclo sistémico? ¿Acaso el agua que bebemos ha atestiguado menos atrocidades que estas bandejas?
Mientras que la frustración en Melting Pots nos hace cuestionar la respuesta adecuada para el horror y lo abyecto, los videos de Ortega Ayala Tomatina-Tim y Untitled (Cheese Rolling) encuentran una catarsis estática en su grotesca revelación.
Tomatina-Tin yuxtapone a un solitario y competitivo engullidor2 inhalando, de dos en dos, salchichas y bollos remojados del restaurante Nathan’s (afamado por sus concursos de comer salchichas en Coney Island), con escenas de una agitada multitud de turistas sin camiseta que se desgarran mutuamente en la batalla anual de tomates de Buñol, España, llamada Tomatina. En Untitled (Cheese Rolling), hombres en Gloucester, Inglaterra, caen repetidamente mientras intentan atrapar el queso que rueda cuesta abajo por Cooper’s Hill como parte de una tradición anual, que según los lugareños, data de tiempos romanos o quizás incluso fenicios.
Existe una tentación para justificar estos grotescos performances como manifestaciones contemporáneas de celebraciones paganas antiguas dedicadas a la fertilidad y a la abundancia –como si un rastro que llevara al paganismo mítico, pudiera endulzar lo abyecto para volverlo apetecible. El giro en Tomatina-Tim y Untitled (Cheese Rolling) es que no tienen ninguna razón espiritual de ser. El exceso de comida es una pista falsa para celebrar. Estos eventos persisten como tradiciones quizás sólo porque invocan la hambruna humana para deleitar en tabú, porque experimentar el jouissance en el lodazal, es sentirse vivo.
La descabellada exuberancia después de todo tiene una función, aún cuando sea sucia. Como un ritual en reversa, la locura saca los demonios precisamente por haberse entregado a ellos. En el pequeño poblado de Buñol, ya que los turistas se han ido, el ácido de los tomates deja la plaza limpia.
1 Nun Halloran, Vivian, Biting Reality: Extreme Eating and the Fascination with the Gustatory Abject, Iowa Journal of Cultural Studies 4, The University of Iowa, 2004.
2 Engullidor es el término que la Major League Eating Federation prefiere para quienes comen competitivamente.
by Kim Córdova
To eat is to respond to need in the form of hunger and desire in the form of appetite. In Food for Thought Raúl Ortega Ayala serves up a visceral response to scenes of the gastronomically grotesque that occurs when alimentary consumption is decoupled from the need much less desire for food. The result of a three year long anthropological-like process of embedding himself in the food business, Ortega Ayala revels in the ecstatic psychology of action disassociated from reason, and offers the body as sensory receptor of the pleasures derived from the “gustatory abject”.1
Cultural identity consolidates as much around notions of taste as it does around dis-taste, since in consecrating the sacred we simultaneously define the profane. The concept of taste therefore is an ever-evolving reflection of social values. It becomes then a moving and wholly abstracted target around which collective agreement is sought to achieve social cohesion with the purpose of distinguishing the erudite from uncouth.
The preposterousness therefore of the aspiration to consolidate “good taste”—literally or metaphorically—into a single sazón is reflected in Ortega Ayala’s Bable Fat Tower. In fat and bones he has constructed a replica of the mythic tower painted in 1563 by Pieter Bruegel the Elder, which he has left under hot stage lamps to slouch into an acrid puddle. Certainly there is a macabre delight in witnessing the biblical symbol of humanity’s arrogance collapse in slow motion under the weight of it’s own hubris. In emphasizing the process of pathetic demise of the archetypal tower, the piece suggests the boom but also emphasizes the bust cycles of human civilization. Though the specific reasons for individual rises and falls of social orders may be morally or politically charged, the cycles that they together comprise are morally indifferent.
A natural reaction of frustration at the incapacity of such cycles to account for morality galvanizes Ortega Ayala’s Melting Pots. After the viewer moves through a labyrinthine presentation of September 11 ephemera, the artist presents a replica of a buffet for the public to eat modeled after one served at the Windows on the World restaurant that crowned Twin Tower Building One in New York. The food is presented on servingware sold by companies whose goods are produced from salvaged metal, including scrap that was sourced from Ground Zero debris. The uncertainty of the material’s origins leaves the question open ended, focusing on the cycle of debris, rather than fetishizing a specific horror. We are left to wonder, how many meals have been cooked, what nourishment or nibble has been served up in pots and pans smelted from other unknown atrocities? Yet, why should we expect the cycle of scrap metal to be more morally aware than any other systemic cycles? Has the water we drink witnessed less abomination than these plates?
Whereas the frustration that Melting Pots may invoke questions the appropriate response to horror and abjection, Ortega Ayala’s video works Tomatina-Tim and Untitled (Cheese Rolling), find ecstatic catharsis in their grotesque revelation.
Tomatina-Tim juxtaposes a solitary competitive gurgitator2 inhaling Nathan’s restaurant (of Coney Island hotdog eating contest fame) franks and soggy buns two by two with scenes of the heaving mob of shirtless tourists tearing at one another in the annual Tomatina tomato fight in Buñol, Spain. In Untitled (Cheese Rolling), men in Gloucester, England careen “ass over teakettle” racing one another to catch a cheese wheel rolling down Cooper’s Hill in an annual tradition that villagers say dates back to Roman or perhaps even Phoenician times.
There is a temptation to excuse these grotesque performances as contemporary manifestations of ancient pagan celebrations of perhaps fertility cum bounty—as though a traceable link to mythic paganism would sufficiently sugar-coat abjection to be comfortably palatable. The twist, however, in Tomatina-Tim and Untitled (Cheese Rolling) is that there is no spiritual raison d’etre. The excess of food is a celebratory red herring. These events persist as traditions perhaps simply because they tap into human hunger to delight in taboo, because to achieve jouissance in the muck is to feel alive.
Headless exuberance after all serves a function, filth and all. Like a ritual in reverse, the madness drives out the demons precisely by giving in to them. In the small town of Buñol, once the tourists are gone, the acid of the tomatoes leaves the plaza clean.
1 Nun Halloran, Vivian, Biting Reality: Extreme Eating and the Fascination with the Gustatory Abject, Iowa Journal of Cultural Studies 4, The University of Iowa, 2004.
2 Gurgitator is the preferred term for a competitive eater by the Major League Eating Federation.
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por Kim Córdova
Alimentarse es responder a una necesidad en forma de hambre y a un deseo en forma de apetito. En Food for Thought, Raúl Ortega Ayala presenta una réplica visceral de escenas gastronómicamente grotescas que se generan cuando el consumo alimenticio es desvinculado tanto de la necesidad como del deseo por la comida. Como resultado de su propia inmersión en la industria alimenticia –un proceso con enfoque antropológico que duró tres años–, Ortega Ayala se deleita ante la estática psicología de la acción disociada de la razón y propone al cuerpo como un receptor sensorial de los placeres derivados del “abyecto gustativo”.1
Así como al consagrar lo sagrado se define simultáneamente lo profano, la identidad cultural se consolida de igual manera sobre las nociones del gusto que sobre las del dis-gusto. El concepto del gusto es por lo tanto una reflexión en constante evolución sobre los valores sociales; una diana en movimiento completamente abstracta en torno a la cual se busca consenso colectivo para obtener cohesión social con el propósito de distinguir lo erudito de lo inculto.
La absurda aspiración de consolidar al “buen gusto” (literal o metafóricamente) en un solo sazón, se refleja en Babel Fat Tower de Ortega Ayala. Construida con grasa y huesos, esta réplica de la torre mítica pintada en 1563 por Pieter Bruegel el Viejo es dispuesta bajo un grupo de lámparas para disolverse en un charco agrio. Ciertamente existe un macabro deleite al presenciar el colapso en cámara lenta del símbolo bíblico de la arrogancia humana, vencido por el peso de sus propios escombros. Al enfatizar el patético proceso de desaparición de la torre arquetípica, la obra sugiere la cresta, pero también los declives de los ciclos de la civilización humana. Aunque las razones específicas para los ascensos y declives individuales de los órdenes sociales están moral o políticamente cargados, los ciclos que juntos componen son moralmente indiferentes.
Ante la incapacidad de que estos ciclos respondan a cierta moralidad, una frustración natural se activa en Melting Pots de Ortega Ayala. Después de que el espectador recorre un despliegue laberíntico de objetos coleccionables del 11 de septiembre, el artista presenta un bufet basado en el menú que se servía en el restaurante Windows on the World, que coronaba la Torre Norte del World Trade Center en Nueva York. La comida es ofrecida en bandejas de una compañía que produce sus artículos con metal recuperado, incluyendo la chatarra procedente de la Zona cero. La incertidumbre sobre los orígenes de los materiales deja una pregunta abierta, enfocándose en los ciclos de los desechos más que en hacer un fetiche de un horror específico. Entonces nos preguntamos, ¿cuántas comidas se han cocinado, qué otro alimento o bocado se ha servido en cazuelas y sartenes fundidas de otras desconocidas atrocidades? Sin embargo, ¿por qué deberíamos esperar que el ciclo de metal recuperado fuera más consciente moralmente que cualquier otro ciclo sistémico? ¿Acaso el agua que bebemos ha atestiguado menos atrocidades que estas bandejas?
Mientras que la frustración en Melting Pots nos hace cuestionar la respuesta adecuada para el horror y lo abyecto, los videos de Ortega Ayala Tomatina-Tim y Untitled (Cheese Rolling) encuentran una catarsis estática en su grotesca revelación.
Tomatina-Tin yuxtapone a un solitario y competitivo engullidor2 inhalando, de dos en dos, salchichas y bollos remojados del restaurante Nathan’s (afamado por sus concursos de comer salchichas en Coney Island), con escenas de una agitada multitud de turistas sin camiseta que se desgarran mutuamente en la batalla anual de tomates de Buñol, España, llamada Tomatina. En Untitled (Cheese Rolling), hombres en Gloucester, Inglaterra, caen repetidamente mientras intentan atrapar el queso que rueda cuesta abajo por Cooper’s Hill como parte de una tradición anual, que según los lugareños, data de tiempos romanos o quizás incluso fenicios.
Existe una tentación para justificar estos grotescos performances como manifestaciones contemporáneas de celebraciones paganas antiguas dedicadas a la fertilidad y a la abundancia –como si un rastro que llevara al paganismo mítico, pudiera endulzar lo abyecto para volverlo apetecible. El giro en Tomatina-Tim y Untitled (Cheese Rolling) es que no tienen ninguna razón espiritual de ser. El exceso de comida es una pista falsa para celebrar. Estos eventos persisten como tradiciones quizás sólo porque invocan la hambruna humana para deleitar en tabú, porque experimentar el jouissance en el lodazal, es sentirse vivo.
La descabellada exuberancia después de todo tiene una función, aún cuando sea sucia. Como un ritual en reversa, la locura saca los demonios precisamente por haberse entregado a ellos. En el pequeño poblado de Buñol, ya que los turistas se han ido, el ácido de los tomates deja la plaza limpia.
1 Nun Halloran, Vivian, Biting Reality: Extreme Eating and the Fascination with the Gustatory Abject, Iowa Journal of Cultural Studies 4, The University of Iowa, 2004.
2 Engullidor es el término que la Major League Eating Federation prefiere para quienes comen competitivamente.
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