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James Benjamin Franklin
Something in Mind
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James Benjamin Franklin
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Algo (más) en mente: Pensamientos en torno a las pinturas de James Benjamin Franklin

Andrew Satake Blauvelt

Rebelarse en contra de los límites del cuadro rectilíneo se convirtió en un tema generativo para muchos pintores durante el siglo XX, entres otros Carmen Herrera, Lee Bontecou, Frank Stella, Blinky Palermo, Alan Shields, Kenneth Noland, Elizabeth Murray, y Sam Gilliam. Si bien varios de estos pioneros, en sus composiciones abstractas, adoptaron formas geométricas con bordes nítidos y campos planos de color juiciosa, el pintor James Benjamin Franklin, radicado en Detroit, ha optado en cambio por lienzos con formas orgánicas e irregulares, la introducción de materiales textiles encontrados, y una mezcla de pintura fluida y agregados granulares en un conjunto que contrasta con su uso de pinceladas estratégicas que recurren a una gama de colores exuberante y atrevida. 

Los deseos acoplados de escapar la convención del marco rectangular de la pintura de caballete—con su calidad ineluctable de fingirse como ventana—y de acoger las propiedades escultóricas de un objeto en el espacio tridimensional han guiado muchos artistas como Franklin, cuyas exploraciones anteriores aprovecharon de la flexibilidad de la plastilina para crear formas separadas que luego pintó, arregló, y montó en un muro, como si fueran cuadros. El material, moldeado manualmente al igual que la arcilla que imita, pone en evidencia las manos de su fabricante. Estas exploraciones y experimentos pronto volvieron al ámbito de la pintura tal cual para convertirse en un método muy característico de Franklin. 

Transformar el lienzo en una “charola” con bordes espesos, si bien sigue siendo orientado por un eje vertical, es un acto que permite que Franklin mantenga un surtido de materiales en una matriz de prácticas escultóricas y pictóricas. El artista reúne trocitos de ganchillo afgano, toallas viejas, tiras de tela, o restos de tapete anudado para recubrirlos con pintura, ya sea volcándola o pincelándola, y muchas veces termina por espolvorearla con purpurina y arena. Las formas orgánicas que da a los lienzos y la manera libre y suelta de aplicar la pintura, en combinación con las superficies texturales, coloridas, y suntuosas, dotan las obras de una materialidad ingeniosa y una sensibilidad artesanal típica de la actualidad. No es de sorprenderse, quizás, que los intereses, de parte de los miembros del mundo de arte contemporáneo, en materiales asociados con las artesanías, tales como tejidos y la arcilla, se entrecrucen—si bien de una manera oblicua—en la obra de Franklin, ya que este último se incubaba en el campus de la Cranbrook Academy of Art, institución renombrada por sus innovaciones en los campos de fibra y textiles, en la que Franklin cursó el programa de pintura. 

No obstante estos intercambios interdisciplinarios, es la interacción entre, por un lado, el eje horizontal en el que se acumulan capas de materiales y se vuelcan pigmentos y otras sustancias y, por otro, la orientación vertical de la obra final, la que evoca quizás el capítulo más revolucionario de la historia de la pintura moderna: el momento en que el lienzo partió del caballete para arribar al piso, según la historia que nos han contado críticos tales como Rosalind Krauss e Yves-Alain Bois. Librado de la carga de la representación convencional, el lienzo supino se vuelve más bien un semillero para acumular los restos de la vida cotidiana o los desechos de la vida del artista—las colillas, los cerrillos, y los clavos del estudio de Jackson Pollock, por ejemplo—o la superficie sobre la que los materiales sucumben a la gravedad—los chorritos de pintura, otra vez de Pollock, o los volcados al piso de látex de caucho pigmentado de Lynda Bengalis. Tales obras “all-over” (“del todo entero”) rechazan nociones convencionales de figura y fondo, y de esta manera intentan escapar del imperativo pictórico asociado con la pintura para buscar en cambio una suerte de condición material básica, en donde procesos y acciones artísticos toman prioridad sobre cuestiones de representación. Las pinturas de Franklin participan en un proceso parecido de agregación material que incluye el uso ocasional de pinturas metálicas y fluorescentes a las que Pollock y Bengalis, respectivamente, se recurrían, pero esta vez con resultados distintos. No es el caso que las capas simplemente se acumulen una tras otra sin que importe el efecto visual. Al contrario, el artista las arregla de manera concienzuda, recurriendo por un lado a una paleta compleja de colores que van acercándose y alejándose visualmente, y por otro a un registro háptico que va desde lo liso hasta lo rugoso. En otras palabras, las pinturas se presentan en la tradición más amplia de la abstracción moderna como obras con alta carga óptica, pero cuyas superficies invitan tocarse—el residuo corporal de las tradiciones artesanales que ellas han incorporado. El fondo del lienzo se crea de los restos táctiles de textiles desechados—algunos pedazos son densos, coloridos, y estampados, otros tienen un tono neutro y un tejido abierto o suelto—cuyas superficies texturales y espacios intersticiales absorben y captan el pigmento. Sin embargo, la inclusión de estos fragmentos tomados del mundo real no circunscribe ningún significado o interpretación específica que trajesen consigo, pues todos los materiales terminan por subsumirse, subordinarse, o sintetizarse en la obra final. Las pinturas de Franklin exploran las intersecciones de lo visual y lo táctil—lo óptico y lo háptico. 

En las pinturas de Franklin hay algo más en mente, por lo que no pueden ser descendientes directos de los experimentos pictóricos anteriores. Las obras históricas anteriores que expandieron más allá del bastidor rectilíneo, o que acogieron el plano horizontal para explorar los efectos de la gravedad o la entropía, o que rechazaron desde un principio los soportes que permitían que una pieza asumiese una posición vertical, han sido caracterizadas como si carecieran forma, o como si fueran anti-formales. Sí hay aspectos de las pinturas de Franklin que pueden considerarse como carentes de forma: por ejemplo, sus contornos irregulares o no-rectangulares, el uso del plano horizontal en el proceso de su creación, o su densidad visual—a veces turbia y ocasionalmente centelleante—que se asemeja a la superficie de un estanque. A pesar de estas cualidades, las pinturas son finalmente más formales que el contrario, a la medida que materializan las condiciones mismas que las permiten presentarse en el eje vertical, como objetos—pinturas—para contemplarse. La matriz material que Franklin utiliza—los pegamentos que sujetan los textiles, que atrapan las partículas de arena y purpurina, e incluso los marcos tan cuidadosamente tallados que se fusionan desapercibidos con el substrato para funcionar igualmente como marco y lienzo al secarse y tomar su forma final—todas estas tácticas permiten que la obra se vuelva a su orientación vertical para exponerse. Las composiciones, el color, la línea, y las formas concuerdan en subrayar la manera formal en la que la obra sintetiza materiales por lo demás heterogéneos. Las pinturas de James Benjamin Franklin—parcialmente escultóricas, distintamente pictóricas, artesanas sin ser artesanías, formadas sin ser ni puramente formales ni totalmente carentes de forma—existen, al igual que los muchos elementos de sus lienzos, entre las tensiones de estas muchas posiciones.

Something (Else) in Mind: Some Thoughts on the Paintings of James Benjamin Franklin

By Andrew Satake Blauvelt

Rebelling against the confines of the rectilinear canvas became a generative theme for many twentieth-century painters—Carmen Herrera, Lee Bontecou, Frank Stella, Blinky Palermo, Alan Shields, Kenneth Noland, Elizabeth Murray, and Sam Gilliam, for instance. While several of these pioneers adopted hard-edged geometric forms and flat fields of judicious color for their abstract compositions, Detroit-based painter James Benjamin Franklin has opted instead for an organic, irregularly shaped canvas, the introduction of found textile materials, and a blend of fluid paint and granular amendments, all contrasted with strategic brushwork rendered in a bold and lush color palette. 

The desire to escape the conventional rectangular frame of easel paintings —with its incessant “windowness”—and embrace the sculptural properties of an object in three-dimensional space has guided many such artists, including Franklin, whose earlier explorations used the pliability of a plasticine-like modeling clay to create discrete shapes that were painted, arranged, and hung on the wall, much like a painting. Formed by hand, the material, like the clay it mimics, makes evident the hands of its maker. These explorations and experiments soon returned to the realm of painting proper in what has become a signature approach for Franklin. 

Turning the canvas into a thick-lipped, albeit vertically oriented, “tray” allows Franklin to hold a plethora of materials in a matrix of painterly and sculptural practices—pieces of crochet afghan, old towels, swathes of fabric, or offcuts of pile carpet are assembled and overlaid with poured and brushed paint and often dusted with glitter and sand. The organic shapes that he gives the canvases, the free and loose application of paint, combined with their rich and colorful textural surfaces imbue the works with an inventive materiality and a contemporary handcrafted sensibility. It is perhaps not surprising then that the current artworld interests in craft materials such as textiles and clay would find their intersections, albeit obliquely, in the work of Franklin, incubated as it was on the campus of Cranbrook Academy of Art where Franklin attended the painting program in an institution renowned for its innovations in the fields of fiber and ceramics. 

Interdisciplinary exchanges aside, it is the interplay of the horizontal axis of layering in and adhering materials and the pouring of pigments and substances and the work’s final vertical orientation which recalls perhaps the most revolutionary history of modern painting: when the canvas left the easel for the floor, a story told to us by critics such as Rosalind Krauss and Yves-Alain Bois. Relieved from its burden of conventional representation, the prone canvas instead becomes a seedbed to collect remnants of everyday life or the detritus of the artist’s life—the cigarette butts, matches, and nails of Jackson Pollock’s studio, for instance—or the surface upon which materials succumb to gravity—again, Pollock’s dribbles of paint or Lynda Bengalis’s pigmented rubber latex floor pours. Such “all-over” works reject conventional notions of figure and ground, and by doing so they try to escape the pictorial imperative assigned to painting by seeking instead a kind of base material condition in which artistic processes and actions take precedence over issues of representation. Franklin’s paintings partake in a similar process of material aggregation—including the occasional use of metallic and fluorescent paints that Pollock and Begalis respectively deployed, but with distinctive results. The layers do not simply accumulate one upon the other without regard to visual effect but rather are consciously arranged using a complex color palette that visually advances and recedes and a haptic register that ranges from smooth to rough —in other words the paintings present themselves in the larger tradition of modern abstraction as optically charged works but whose surfaces invite touch—the bodily residue of the craft traditions they incorporate. The ground of the canvas is created out of the tactile remains of offcast textiles—some pieces dense, colorful, and patterned, others neutral in tone with open or loose weaves—whose textural surfaces and interstitial spaces hold and trap pigment. The inclusion of these fragments taken from the real world, however, does not circumscribe any specific meaning or interpretation that they may bring with them since all materials are eventually subsumed, subordinated, or synthesized in the final work. Franklin’s paintings explore the intersections of the visual and the tactile—the optic and the haptic. 

There is something else in mind in Franklin’s paintings, which cannot be the direct descendants of earlier painting experiments. Earlier, historical artworks that expanded beyond the rectilinear stretcher, embraced the horizontal to explore the effects of gravity or entropy, or rejected the kinds of supports that allowed a piece to assume a vertical position in the first place have been variously characterized as formless or as anti-form. There are indeed aspects to Franklin’s paintings that can be considered formless—their irregular or non-rectangular shapes, the use of the horizontal plane in the process of their creation, or in their visually dense, sometimes murky, and occasionally sparkling pondlike surfaces. Despite these qualities, however, the paintings are in the end more formal than not to the extent that they embody the very conditions that allow them to present themselves on the vertical axis, as objects—paintings—to behold. The material matrix Franklin deploys—the adhesives that attach the textiles, trap the particles of sand and glitter, and even their carefully sculpted frames that seamlessly merge into substrate and thus function as both frame and canvas when they dry into shape—all of these tactics allow the work to return to its vertical orientation for presentation. The compositions, the color, the line, and the shapes all underscore the work’s grand formal synthesis of otherwise heterogeneous materials. Partly sculptural, distinctly painterly, well-crafted but decidedly not craft, formed but neither purely formal nor totally formless, the paintings of James Benjamin Franklin exist suspended like the many elements of his canvases between the tensions of these many positions. 

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Rebelarse en contra de los límites del cuadro rectilíneo se convirtió en un tema generativo para muchos pintores durante el siglo XX, entres otros Carmen Herrera, Lee Bontecou, Frank Stella, Blinky Palermo, Alan Shields, Kenneth Noland, Elizabeth Murray, y Sam Gilliam. Si bien varios de estos pioneros, en sus composiciones abstractas, adoptaron formas geométricas con bordes nítidos y campos planos de color juiciosa, el pintor James Benjamin Franklin, radicado en Detroit, ha optado en cambio por lienzos con formas orgánicas e irregulares, la introducción de materiales textiles encontrados, y una mezcla de pintura fluida y agregados granulares en un conjunto que contrasta con su uso de pinceladas estratégicas que recurren a una gama de colores exuberante y atrevida. 

Los deseos acoplados de escapar la convención del marco rectangular de la pintura de caballete—con su calidad ineluctable de fingirse como ventana—y de acoger las propiedades escultóricas de un objeto en el espacio tridimensional han guiado muchos artistas como Franklin, cuyas exploraciones anteriores aprovecharon de la flexibilidad de la plastilina para crear formas separadas que luego pintó, arregló, y montó en un muro, como si fueran cuadros. El material, moldeado manualmente al igual que la arcilla que imita, pone en evidencia las manos de su fabricante. Estas exploraciones y experimentos pronto volvieron al ámbito de la pintura tal cual para convertirse en un método muy característico de Franklin. 

Transformar el lienzo en una “charola” con bordes espesos, si bien sigue siendo orientado por un eje vertical, es un acto que permite que Franklin mantenga un surtido de materiales en una matriz de prácticas escultóricas y pictóricas. El artista reúne trocitos de ganchillo afgano, toallas viejas, tiras de tela, o restos de tapete anudado para recubrirlos con pintura, ya sea volcándola o pincelándola, y muchas veces termina por espolvorearla con purpurina y arena. Las formas orgánicas que da a los lienzos y la manera libre y suelta de aplicar la pintura, en combinación con las superficies texturales, coloridas, y suntuosas, dotan las obras de una materialidad ingeniosa y una sensibilidad artesanal típica de la actualidad. No es de sorprenderse, quizás, que los intereses, de parte de los miembros del mundo de arte contemporáneo, en materiales asociados con las artesanías, tales como tejidos y la arcilla, se entrecrucen—si bien de una manera oblicua—en la obra de Franklin, ya que este último se incubaba en el campus de la Cranbrook Academy of Art, institución renombrada por sus innovaciones en los campos de fibra y textiles, en la que Franklin cursó el programa de pintura. 

No obstante estos intercambios interdisciplinarios, es la interacción entre, por un lado, el eje horizontal en el que se acumulan capas de materiales y se vuelcan pigmentos y otras sustancias y, por otro, la orientación vertical de la obra final, la que evoca quizás el capítulo más revolucionario de la historia de la pintura moderna: el momento en que el lienzo partió del caballete para arribar al piso, según la historia que nos han contado críticos tales como Rosalind Krauss e Yves-Alain Bois. Librado de la carga de la representación convencional, el lienzo supino se vuelve más bien un semillero para acumular los restos de la vida cotidiana o los desechos de la vida del artista—las colillas, los cerrillos, y los clavos del estudio de Jackson Pollock, por ejemplo—o la superficie sobre la que los materiales sucumben a la gravedad—los chorritos de pintura, otra vez de Pollock, o los volcados al piso de látex de caucho pigmentado de Lynda Bengalis. Tales obras “all-over” (“del todo entero”) rechazan nociones convencionales de figura y fondo, y de esta manera intentan escapar del imperativo pictórico asociado con la pintura para buscar en cambio una suerte de condición material básica, en donde procesos y acciones artísticos toman prioridad sobre cuestiones de representación. Las pinturas de Franklin participan en un proceso parecido de agregación material que incluye el uso ocasional de pinturas metálicas y fluorescentes a las que Pollock y Bengalis, respectivamente, se recurrían, pero esta vez con resultados distintos. No es el caso que las capas simplemente se acumulen una tras otra sin que importe el efecto visual. Al contrario, el artista las arregla de manera concienzuda, recurriendo por un lado a una paleta compleja de colores que van acercándose y alejándose visualmente, y por otro a un registro háptico que va desde lo liso hasta lo rugoso. En otras palabras, las pinturas se presentan en la tradición más amplia de la abstracción moderna como obras con alta carga óptica, pero cuyas superficies invitan tocarse—el residuo corporal de las tradiciones artesanales que ellas han incorporado. El fondo del lienzo se crea de los restos táctiles de textiles desechados—algunos pedazos son densos, coloridos, y estampados, otros tienen un tono neutro y un tejido abierto o suelto—cuyas superficies texturales y espacios intersticiales absorben y captan el pigmento. Sin embargo, la inclusión de estos fragmentos tomados del mundo real no circunscribe ningún significado o interpretación específica que trajesen consigo, pues todos los materiales terminan por subsumirse, subordinarse, o sintetizarse en la obra final. Las pinturas de Franklin exploran las intersecciones de lo visual y lo táctil—lo óptico y lo háptico. 

En las pinturas de Franklin hay algo más en mente, por lo que no pueden ser descendientes directos de los experimentos pictóricos anteriores. Las obras históricas anteriores que expandieron más allá del bastidor rectilíneo, o que acogieron el plano horizontal para explorar los efectos de la gravedad o la entropía, o que rechazaron desde un principio los soportes que permitían que una pieza asumiese una posición vertical, han sido caracterizadas como si carecieran forma, o como si fueran anti-formales. Sí hay aspectos de las pinturas de Franklin que pueden considerarse como carentes de forma: por ejemplo, sus contornos irregulares o no-rectangulares, el uso del plano horizontal en el proceso de su creación, o su densidad visual—a veces turbia y ocasionalmente centelleante—que se asemeja a la superficie de un estanque. A pesar de estas cualidades, las pinturas son finalmente más formales que el contrario, a la medida que materializan las condiciones mismas que las permiten presentarse en el eje vertical, como objetos—pinturas—para contemplarse. La matriz material que Franklin utiliza—los pegamentos que sujetan los textiles, que atrapan las partículas de arena y purpurina, e incluso los marcos tan cuidadosamente tallados que se fusionan desapercibidos con el substrato para funcionar igualmente como marco y lienzo al secarse y tomar su forma final—todas estas tácticas permiten que la obra se vuelva a su orientación vertical para exponerse. Las composiciones, el color, la línea, y las formas concuerdan en subrayar la manera formal en la que la obra sintetiza materiales por lo demás heterogéneos. Las pinturas de James Benjamin Franklin—parcialmente escultóricas, distintamente pictóricas, artesanas sin ser artesanías, formadas sin ser ni puramente formales ni totalmente carentes de forma—existen, al igual que los muchos elementos de sus lienzos, entre las tensiones de estas muchas posiciones.

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