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Néstor Jiménez. Toda una vida deslumbrados (Fulgor y Sombra)
Por Willy Kautz
El título de la nueva serie pictórica de Néstor Jiménez, Toda una vida deslumbrados. Fulgor y Sombra, evoca, en primera instancia, una oposición fenoménica entre matices cromáticos pintados al óleo y con pasteles. No obstante, los colores más allá de su materialidad perceptual, son símbolos de ideologías totalitarias, a saber: el socialismo (Fulgor) y el fascismo (Sombra). Al delinear figuras voluptuosas con la técnica del claroscuro, la persistencia de los repertorios remite a la expresión que acuño Luis Cardoza y Aragón como “la renovada perennidad de lo clásico”. Con esta evocación clasicista, Jiménez superpone la historicidad de la técnica en tanto narración intrínseca a los géneros pictóricos, a la par que articula relatos de dos personajes de apariencia monstruosa. Ambas creaturas juegan infantilmente, lo cual nos depara ante un primer dilema, ¿qué vemos? ¿La historia de la pintura como representación de la infancia del totalitarismo? Situar al espectador ante la infancia de la historia económica y política del siglo XX, es evidencia de que esta serie es un proyecto de largo aliento, entonces, Fulgor y Sombra son los protagonistas de un relato épico.
De manera similar a otras series realizadas previamente por Néstor Jiménez, estas obras suscriben su repertorio estético a la ideología de las formas de la pintura. Las referencias hacia regímenes políticos y los regímenes estéticos históricos, además de poner a la vista oposiciones dialécticas, también subsumen la materialidad y los modelos de representación, a las narrativas y contradicciones de los espectros ideológicos del marxismo y/o de los fantasmas de los regímenes autoritarios que nos siguen acechando. En este sentido, Fulgor y Sombra, además de la narración de los personajes, nos sitúa ante la aporía de la pintura “histórica contemporánea y su perenne clasicismo”, es decir, un juego de narraciones en la que lo representado se conjuga como enunciación de la disputa por los regímenes de representación.
La oposición entre pintura histórica supeditada a los mitos clásicos, ante la pintura moderna costumbrista con motivos anecdóticos tales como los animales domésticos y las escenas campestres y prosaicas, encarnan la paradoja de los colores y materialidades en tanto formas ideologizadas. La superposición de estas relaciones, son a la vez una forma de entender la pintura desde el virtuosismo clásico, pero también como materia y formatos en el que se evocan oposiciones propias de los relatos políticos y las crisis humanitarias del siglo XX y las actuales.
Entonces, la historia de la pintura es, para Néstor Jiménez, soporte y a la vez vehículo dialéctico en el que se debaten las representaciones en tanto que portadoras de ideologías cuyas crisis se repiten y vuelven a poner el presente en tensión. Un dispositivo en el que la elección de los géneros pictóricos no solamente representa el poder, sino que operan como vehículos que tematizan sus propios desdoblamientos históricos, tal como el caballo portentoso como atributo de la heroicidad y grandilocuencia de los personajes.
La representación de la infancia, las narraciones, la invención de un imaginario supeditado a oposiciones, tal como los personajes Fulgor y Sombra, muestran la vida como inevitable advenimiento político, predestinada a la violencia de ideológica, condicionamiento sináptico de los monstros de la pisque colectiva. La lucha entre hermanos, un tema clásico que se repite en diversos relatos, Caín y Abel o Hansel y Gretel, por ejemplo, evocan mitologías que recuerdan que toda monstruosidad tiene una infancia, así como toda infancia teme a su monstruo imaginario. En este relato pictórico, la psique infantil de Fulgor, es la portadora del terror, ya sea como sometimiento religioso, o bien, la violencia normalizada por el estado fascista.
Las ideologías totalitarias, mientras infantes, aparentan inocencia; no obstante, resguardan la potencia de las narraciones épicas, la proscripción de la construcción y eventual destrucción de su propio relato. Esto supone también que la dialéctica de este relato pictórico, se estructura como traición mutua, es decir, la síntesis de los opuestos como autodestrucción de sus similitudes o hermandad. De ese modo, la pulsión inocente de la violencia hacia un gato o un ratón, la inadvertida maldad de los infantes hacia los animales constata que su “falta de empatía” para ejecutar una causa común, requiere, sobre todo, de complicidad o, más lejos aún, colectividad, puesto que como decía Simón Bolívar: “de la unión nace la fuerza”. Si bien tirar piedras o pelearse con los vecinos puede ser un juego de complicidades cuya consecuencia varía acorde a la escala; en la vida adulta, en cambio, la violencia de masas depara lo que Hannah Arendt identificó como la “banalidad del mal”, el fascismo como mecanismo perverso en el que el individuo pierde su voluntad ante el sometimiento a la opresión sistemática del estado.
En los juegos infantiles también se devela la defensa del territorio en supuesto “estado puro”, como si no ostentara maldad. Pero, el instinto y la pulsión animal, una vez condicionados ideológicamente, desatan al fascista interno de la psique humana. Los protagonistas de este cuento, dos cíclopes con cuerpos deformes en los que también figuran sus dentaduras o pestañas postizas, tienen una sola visión. Por otra parte, carecen de orejas, por lo cual, son sordos. ¿A qué se debe esa discapacidad anatómica para la escucha? La ideología es, antes que ciega, sorda y unidireccional. Avanza en un solo sentido y no reconoce otras rutas. Solo ve un horizonte, una imposición que, en el transcurrir deviene monstruosidad perenne, elocuencia propagandística unidireccional, enajenación y falsa conciencia de multitudes que caminan hacia un destino abismal, ensordecido.
La evocación de paisajes y las citas referentes a la pintura moderna europea como, Desayuno sobre la hierba de Édouard Manet (1863), misma que fuera un escándalo por presentar una escena campestre, el picnic burgués, con un desnudo femenino; o bien, motivos tal como el pelo de la novia de Fulgor, que recuerdan las alegorías voluptuosas y los querubines con cabello rizado de François Bucher, son condiciones particulares de la pintura que permiten discernir que la representación es en sí una “montaje de la historia”. Por lo tanto, con esta serie de obras Néstor Jiménez nos muestra cómo la proscripción ideológica es, además de una lucha interseccional de movilizaciones diferenciadas por colores, la monstruosidad del poder disimulada en la estetización de la política. En este sentido, la síntesis del devenir histórico deviene en relato de la pugna por la autorepresentación apoteósica que, paradójicamente, conlleva también los síntomas de su propia autodestrucción apocalíptica.
Jugar a las canicas o a los papalotes en el campo, son testimonios premonitorios de que Fulgor y Sombra dan vida a su propia tragedia, una historia de los embates ideológicos en el que la monstruosidad en el arte encierra en sí su significación, cuando la pintura de género que representa un “desayuno sobre la hierba”, se vuelve el horizonte histórico para la batalla campal de las ideologías radicales.
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Néstor Jiménez: A Whole Life Dazzled (Brightness and Shadow)
By Willy Kautz
The title of Néstor Jiménez's new series of paintings, Toda una vida deslumbrados (Fulgor y sombra) [A Whole Life Dazzled (Brightness and Shadow)], evokes, in the first instance, a phenomenal opposition between shades of color painted in oil and pastel. Beyond their perceptible materiality, however, the colors are symbols of totalitarian ideologies, namely: socialism (Brightness) and fascism (Shadow). By demarcating voluptuous figures using the technique of chiaroscuro, the persistence of the repertoires recalls an expression coined by Luis Cardozo y Aragón, "the renewed perenniality of the classical." With this classicist evocation, Jiménez superimposes the historicity of technique as a narrative inherent in pictorial genres, while at the same time articulating stories of two monstrous-looking figures. The two creatures play in a childlike way, which brings us to a first dilemma: what are we seeing? The history of painting as a representation of totalitarianism's childhood? Situating the viewer in the childhood of the economic and political history of the twentieth century is evidence that this series is a large-scale project, so Brightness and Shadow are the protagonists in an epic tale.
In a way similar to some of Néstor Jiménez’s previous series, these works subscribe their aesthetic repertoire to the ideology of the forms of painting. The references to political regimes and historical aesthetic regimes, in addition to presenting dialectical oppositions, also subsume materiality and the models of representation, the narratives and contradictions of the ideological specters of Marxism and/or the ghosts of the authoritarian regimes that still haunt us. In this sense, in addition to being a narrative about these characters, Brightness and Shadow confronts us with the aporia of "contemporary historical [painting] and its perennial classicism;" there is thus an interplay of narratives wherein that which is represented is conjugated as a statement about the contest over regimes of representation.
The opposition between historical painting subjected to classical myths on the one hand, and modern mannerist painting with anecdotal motifs such as domesticated animals and prosaic country scenes on the other, embodies the paradox of colors and materialities as ideologized forms. The superimposition of these relations is at the same time a way of understanding painting from the standpoint of classical virtuosity, but also as matter and formats that evoke oppositions proper to the political stories and humanitarian crises of the twentieth century and the present.
For Néstor Jiménez, then, the history of painting is a physical medium and at the same time a dialectical vehicle in which representations dispute each other as bearers of ideologies whose crises get repeated and put the present in tension once again. It is an apparatus in which the choice of pictorial genres not only represents power, but these genres also operate as vehicles that thematize their own historical development, such as the magnificent horse as an attribute of the figures’ heroism and grandiosity.
The representation of childhood, the narratives, the invention of an imaginary subjected to oppositions, such as the figures Brightness and Shadow, show life as inevitable political advent, predestined to ideological violence, a synaptic conditioning of the monsters of the collective psyche. The struggle between brothers, a classic theme that has been repeated in different tales—Cain and Abel, Hansel and Gretel—evokes mythologies that remind us that all monstrosity has a childhood, just as every childhood fears its imaginary monster. In this pictorial tale, Brightness's childhood psyche is the bearer of terror, whether as religious subjugation or the violence normalized by the fascist state.
While they are still in their childhood, totalitarian ideologies might seem innocent; nevertheless, they contain the power of epic narratives, the proscription of the construction and eventual destruction of their own story. This also supposes that the dialectic of this pictorial tale is structured as a mutual betrayal, that is, the synthesis of opposites as self-destruction of their similarities or brotherhood. In that way, an innocent violence impulse toward a cat or rat, the unnoticed evil of children toward animals confirms that their “lack of empathy” in carrying out a common cause requires, above all, mutual agreement, or further still, collectivity, since, as Simón Bolívar used to say: “force is born of unity.” Although throwing stones at or fighting with the kids in the neighborhood can be a mutually agreed-upon game whose consequences vary with scale, in adult life, by contrast, mass violence ushers in what Hannah Arendt identified as “the banality of evil,” fascism as a perverse mechanism in which individuals lose their will when subjugated to systematic oppression by the state.
Children's games also evince turf wars in a supposedly "pristine state," as if devoid of evil. But once animal instincts and drives have been ideologically conditioned, they unleash the internal fascist within the human psyche. The protagonists of this story, two Cyclops with deformed bodies as well as false teeth and eyelashes, have just one viewpoint, but they lack ears entirely, and are thus deaf. Why this anatomical inability to hear? Before going blind, ideology is deaf and one-directional. It moves in a single direction and pays no heed to other routes. It sees only one horizon, an imposition that in the process becomes perennial monstrosity, a one-directional propagandistic eloquence, alienation, and false consciousness of multitudes who walk toward an abyssal, deafened fate.
The evocation of landscapes and the quotations of modern European paintings like Édouard Manet's Le Déjeuner sur l'herbe (1863), which was scandalous for presenting a country scene, a bourgeois picnic, with a female nude; or motifs like the hair of Brightness's bride, which recall the voluptuous allegories and curly-haired cherubim of François Bucher, are particular conditions of painting that make it possible to discern that representation is itself a "montage of history." With this series Néstor Jiménez therefore shows us how ideological proscription is, in addition to an intersectional struggle of mobilizations differentiated by colors, the monstrosity of power dissimulated in the aestheticization of politics. In this sense, the synthesis of historical becoming evolves into a story about the fight for apotheotic self-representation that, paradoxically, also brings with it the symptoms of its own apocalyptic self-destruction.
Playing marbles or flying kites in a field are premonitory testimonies that Brightness and Shadow give birth to their own tragedy, a story of the ideological onslaughts in which the monstrosity in art encloses its signification within itself, when the genre painting that represents a "luncheon on the grass" becomes the historical horizon for battle in the field of radical ideologies.
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Néstor Jiménez. Toda una vida deslumbrados (Fulgor y Sombra)
Por Willy Kautz
El título de la nueva serie pictórica de Néstor Jiménez, Toda una vida deslumbrados. Fulgor y Sombra, evoca, en primera instancia, una oposición fenoménica entre matices cromáticos pintados al óleo y con pasteles. No obstante, los colores más allá de su materialidad perceptual, son símbolos de ideologías totalitarias, a saber: el socialismo (Fulgor) y el fascismo (Sombra). Al delinear figuras voluptuosas con la técnica del claroscuro, la persistencia de los repertorios remite a la expresión que acuño Luis Cardoza y Aragón como “la renovada perennidad de lo clásico”. Con esta evocación clasicista, Jiménez superpone la historicidad de la técnica en tanto narración intrínseca a los géneros pictóricos, a la par que articula relatos de dos personajes de apariencia monstruosa. Ambas creaturas juegan infantilmente, lo cual nos depara ante un primer dilema, ¿qué vemos? ¿La historia de la pintura como representación de la infancia del totalitarismo? Situar al espectador ante la infancia de la historia económica y política del siglo XX, es evidencia de que esta serie es un proyecto de largo aliento, entonces, Fulgor y Sombra son los protagonistas de un relato épico.
De manera similar a otras series realizadas previamente por Néstor Jiménez, estas obras suscriben su repertorio estético a la ideología de las formas de la pintura. Las referencias hacia regímenes políticos y los regímenes estéticos históricos, además de poner a la vista oposiciones dialécticas, también subsumen la materialidad y los modelos de representación, a las narrativas y contradicciones de los espectros ideológicos del marxismo y/o de los fantasmas de los regímenes autoritarios que nos siguen acechando. En este sentido, Fulgor y Sombra, además de la narración de los personajes, nos sitúa ante la aporía de la pintura “histórica contemporánea y su perenne clasicismo”, es decir, un juego de narraciones en la que lo representado se conjuga como enunciación de la disputa por los regímenes de representación.
La oposición entre pintura histórica supeditada a los mitos clásicos, ante la pintura moderna costumbrista con motivos anecdóticos tales como los animales domésticos y las escenas campestres y prosaicas, encarnan la paradoja de los colores y materialidades en tanto formas ideologizadas. La superposición de estas relaciones, son a la vez una forma de entender la pintura desde el virtuosismo clásico, pero también como materia y formatos en el que se evocan oposiciones propias de los relatos políticos y las crisis humanitarias del siglo XX y las actuales.
Entonces, la historia de la pintura es, para Néstor Jiménez, soporte y a la vez vehículo dialéctico en el que se debaten las representaciones en tanto que portadoras de ideologías cuyas crisis se repiten y vuelven a poner el presente en tensión. Un dispositivo en el que la elección de los géneros pictóricos no solamente representa el poder, sino que operan como vehículos que tematizan sus propios desdoblamientos históricos, tal como el caballo portentoso como atributo de la heroicidad y grandilocuencia de los personajes.
La representación de la infancia, las narraciones, la invención de un imaginario supeditado a oposiciones, tal como los personajes Fulgor y Sombra, muestran la vida como inevitable advenimiento político, predestinada a la violencia de ideológica, condicionamiento sináptico de los monstros de la pisque colectiva. La lucha entre hermanos, un tema clásico que se repite en diversos relatos, Caín y Abel o Hansel y Gretel, por ejemplo, evocan mitologías que recuerdan que toda monstruosidad tiene una infancia, así como toda infancia teme a su monstruo imaginario. En este relato pictórico, la psique infantil de Fulgor, es la portadora del terror, ya sea como sometimiento religioso, o bien, la violencia normalizada por el estado fascista.
Las ideologías totalitarias, mientras infantes, aparentan inocencia; no obstante, resguardan la potencia de las narraciones épicas, la proscripción de la construcción y eventual destrucción de su propio relato. Esto supone también que la dialéctica de este relato pictórico, se estructura como traición mutua, es decir, la síntesis de los opuestos como autodestrucción de sus similitudes o hermandad. De ese modo, la pulsión inocente de la violencia hacia un gato o un ratón, la inadvertida maldad de los infantes hacia los animales constata que su “falta de empatía” para ejecutar una causa común, requiere, sobre todo, de complicidad o, más lejos aún, colectividad, puesto que como decía Simón Bolívar: “de la unión nace la fuerza”. Si bien tirar piedras o pelearse con los vecinos puede ser un juego de complicidades cuya consecuencia varía acorde a la escala; en la vida adulta, en cambio, la violencia de masas depara lo que Hannah Arendt identificó como la “banalidad del mal”, el fascismo como mecanismo perverso en el que el individuo pierde su voluntad ante el sometimiento a la opresión sistemática del estado.
En los juegos infantiles también se devela la defensa del territorio en supuesto “estado puro”, como si no ostentara maldad. Pero, el instinto y la pulsión animal, una vez condicionados ideológicamente, desatan al fascista interno de la psique humana. Los protagonistas de este cuento, dos cíclopes con cuerpos deformes en los que también figuran sus dentaduras o pestañas postizas, tienen una sola visión. Por otra parte, carecen de orejas, por lo cual, son sordos. ¿A qué se debe esa discapacidad anatómica para la escucha? La ideología es, antes que ciega, sorda y unidireccional. Avanza en un solo sentido y no reconoce otras rutas. Solo ve un horizonte, una imposición que, en el transcurrir deviene monstruosidad perenne, elocuencia propagandística unidireccional, enajenación y falsa conciencia de multitudes que caminan hacia un destino abismal, ensordecido.
La evocación de paisajes y las citas referentes a la pintura moderna europea como, Desayuno sobre la hierba de Édouard Manet (1863), misma que fuera un escándalo por presentar una escena campestre, el picnic burgués, con un desnudo femenino; o bien, motivos tal como el pelo de la novia de Fulgor, que recuerdan las alegorías voluptuosas y los querubines con cabello rizado de François Bucher, son condiciones particulares de la pintura que permiten discernir que la representación es en sí una “montaje de la historia”. Por lo tanto, con esta serie de obras Néstor Jiménez nos muestra cómo la proscripción ideológica es, además de una lucha interseccional de movilizaciones diferenciadas por colores, la monstruosidad del poder disimulada en la estetización de la política. En este sentido, la síntesis del devenir histórico deviene en relato de la pugna por la autorepresentación apoteósica que, paradójicamente, conlleva también los síntomas de su propia autodestrucción apocalíptica.
Jugar a las canicas o a los papalotes en el campo, son testimonios premonitorios de que Fulgor y Sombra dan vida a su propia tragedia, una historia de los embates ideológicos en el que la monstruosidad en el arte encierra en sí su significación, cuando la pintura de género que representa un “desayuno sobre la hierba”, se vuelve el horizonte histórico para la batalla campal de las ideologías radicales.
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