por Gabriela Rangel
Brooklyn, 6 de agosto, 2019
Cada época suele decretar el fin de la pintura, cuyo cataclismo se ha vuelto extensible a la prédica del fin del arte y de la historia. E. M. Cioran advirtió nuestra inveterada costumbre “a colocar el apocalipsis por encima de la cosmogonía, a idolatrar el estallido y el fin, a confiar hasta el ridículo en la revolución o en el Juicio Final” [1]. El siglo XX y sus vanguardias, muchas de ellas brutales enemigas de la representación, atacaron ferozmente a la pintura y abolieron cualquier elemento narrativo en ella como una dogmática anticipación de su inminente muerte. En este sentido, la pintura abstracta podría ser entendida en este nuevo milenio dominado por la tecnología, como otra letanía moderna que ha resucitado. De esta manera y ante la disolución del lenguaje manual, aparece el eterno retorno de la pintura como una contrapartida reformista en un ciclo de indeterminación perenne.
Gabriel de la Mora (México, 1968) ha recurrido al azar de la intemperie para producir borraduras en una abultada serie de pinturas ready-made de diferentes tamaños, adquiridas éstas de diferentes artistas-aficionados, unas firmadas y otras sin autoría aparente. Dichas pinturas representan montañas y han sido sometidas a la implacable acción de la naturaleza. Tras exponerlas en una azotea, algunas por más de un año y otras durante meses, tanto los pigmentos del óleo o del acrílico como las formas pictóricas van cediendo su integridad. Más aún, este método de plein air sustractivo muestra los efectos de la erosión como un calmo regreso al caos y a la disolución, esta vez sin la arrogancia profética de quien anuncia el fin de la pintura o del arte en términos absolutos. A propósito de la elección de un tema tan vulnerable como ligado a grandes nombres de la pintura, Gabriel de la Mora advierte que su gesto poético intenta sobreponer los límites del medio a los de la propia naturaleza. Y este regreso a la disolución constituye un dilema moderno que se dirime en la oposición entre lo artesanal y la producción en masa. Pero, en este caso, dicho antagonismo supone una inusitada búsqueda de lo primordial. Tal vez el artista nos conmine a un regreso al origen de la representación, visible en las abstracciones que quedan de la devastación de la pintura, comparable a los procesos que ocurren tras la violenta génesis de las piedras y los minerales transformados en “álgebra, vértigo y orden” que tanto interesaron a Roger Caillois. [2]
Las esculturas de Sofie Muller (Ghent, 1974) realizadas con piedras erosionadas de alabastro y piedra de la India se presentan, en cambio, como una intervención quirúrgica sobre objetos dilapidados. Sus figuras antropomórficas corresponden a partes del cuerpo: fundamentalmente rostros y manos maltrechos, agujereados, rotos o incompletos. Muller los coloca sin pedestales junto a instrumentos de trabajo escultórico y utensilios de la práctica médica. Su repertorio de obras también abarca dibujos hechos con su propia sangre sobre alabastro donde enfatiza el decaimiento y la enfermedad de la condición humana. Pero ¿de cuál mal existencial dan cuenta estos dibujos? La artista opta por definir una suerte de “ingeniería humana”, un tipo de padecimiento que recuerda a las tribulaciones del moderno Prometeo de Mary Shelley. Por otra parte, alude al dispositivo del taller del escultor, uno de los grandes temas de la arqueología y de la historia del arte antiguos, quizás equivalente a la representación pictórica de una montaña para el arte moderno. Pero el contexto para entender a cabalidad esta referencia es autobiográfico, pues Muller, hija de marchands de antigüedades en Bélgica, creció con objetos antiguos, cuyas reminiscencias hoy forman parte de su investigación. Podría establecerse una rápida filiación morfológica entre estas piezas de piedra erosionada y partes del cuerpo y la escultura de Louise Bourgeois, cuya apropiación feminista del imaginario surrealista, sin embargo, opera en una línea abyecta radicalmente diferente a la de Muller. A juzgar por la declaración de intención de la artista, las obras tridimensionales que presenta junto a dibujos de sangre son síntomas del límite de lo humano.
Curiosamente Gabriel de la Mora y Sofie Muller escogieron el título Pentimento para designar su exposición en la galería Proyectos Monclova. La palabra, de origen italiano, es un término en uso de la historiografía del arte que distingue aquella pintura oculta que yace detrás de varias capas pictóricas. Dicho nombre confiere a la muestra la posibilidad de hacer generosamente visible un acto de creación privada que fuera o bien descartado, reprimido o (auto)censurado.
[1] E.M.Cioran, Fascinación del mineral. En: RogerCaillois, Piedras (Biblioteca de Ensayo Siruela, Madrid, 2000) 15
[1] Op Cit. 15
By Gabriela Rangel
Every era tends to decree the death of painting, whose cataclysm can be extended to the homily of the death of art and of history. Emil Cioran warned about our inveterate habit "of putting apocalypse above cosmogony, of idolizing the explosion and the end, of banking to an absurd degree on the Revolution or the Last Judgment." [1]. The twentieth century and its avant-gardes, many of which were brutal enemies of representation, ferociously attacked painting, abolishing any narrative element in it in dogmatic anticipation of its imminent death. In this sense, abstract painting in the new, technology-dominated millennium can be understood as another entry in the litany of modern resuscitations. Thus, in the face of the dissolution of manual language, the eternal return of painting appears as a reformist counterpart in a cycle of perennial indetermination.
Gabriel de la Mora (Mexico City, 1968) has made use of the randomness of the weather to generate erasures in a bulky series of readymade paintings of different sizes. De la Mora acquired them from different amateur artists, some signed and others whose authors are unidentified. These paintings represent mountains and have been submitted to the relentless action of nature. After exposing them to the elements on a rooftop terrace —some for a few months, others for over a year— the oil and acrylic pigments as well as the pictorial forms have lost their integrity. Further still, this method of subtractive plein air painting presents the effects of erosion as a calm return to chaos and dissolution, no longer accompanied by the prophetic arrogance of those who announce the end of painting or art in absolute terms. Regarding his choice of a theme that is as vulnerable as it is tied to the great names of painting, De la Mora points out that his poetic gesture is an attempt to superimpose the limits of the medium onto those of nature itself. And this return to dissolution constitutes a modern dilemma that is resolved in the opposition between the handmade and the mass-produced. But here this antagonism involves an unusual quest for the primordial. Perhaps the artist enjoins us to return to the origin of representation, visible in the remaining abstractions of the devastation of painting, comparable to the processes that take place after the violent genesis of rocks and minerals, when they are transformed into "algebra, vertigo, order," so fascinating to Roger Caillois. [2]
The sculptures that Sofie Muller (Ghent, 1974) has made with eroded alabaster and stones from India are presented, by contrast, as surgical interventions on dilapidated objects. Her anthropomorphic figures correspond to body parts: primarily battered, perforated, broken or otherwise incomplete faces and hands. Muller places them sans pedestal next to implements used in sculpture and utensils from medical practice. Her body of work also includes drawings made using her own blood on alabaster, in which she emphasizes the decay and infirmity of the human condition. But what existential evil do these drawings disclose? The artist chooses to define a sort of "human engineering," a sort of suffering that recalls the tribulations of Mary Shelley's modern Prometheus. On the other hand, she also alludes to the apparatus of the sculptor's workshop, one of the great themes from the archaeology and history of ancient art, comparable, perhaps, to the pictorial representation of a mountain for modern art. But the context for a deep understanding of this reference is autobiographical. The daughter of antiques dealers in Belgium, Muller grew up around ancient objects, the memories of which are now part of her research process. One could draw a quick morphological affiliation between these bits of eroded stone and body parts and the sculptural work of Louise Bourgeois, whose feminist appropriation of the surrealist imaginary nevertheless operates along an abject line that is radically different from Muller's. Judging by the artist's statement, the three-dimensional works she presents alongside her blood drawings are symptoms of the limit of the human.
Curiously, Gabriel de la Mora and Sofie Muller chose to designate their exhibition at Proyectos Monclova with the title Pentimento. The word comes to us from Italian, and is used in the historiography of art to name a hidden painting that lies underneath several layers of paint. This title provides the show with the possibility of generously visualizing an act of private creation that had either been discarded, repressed or (self-) censored.
[1] E. M. Cioran, "Caillois: Fascination of the Mineral," in Anathemas and Admirations, trans. Richard Howard (New York: Arcade Publishing, 1991), 205.
[2] Ibid, 206.
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por Gabriela Rangel
Brooklyn, 6 de agosto, 2019
Cada época suele decretar el fin de la pintura, cuyo cataclismo se ha vuelto extensible a la prédica del fin del arte y de la historia. E. M. Cioran advirtió nuestra inveterada costumbre “a colocar el apocalipsis por encima de la cosmogonía, a idolatrar el estallido y el fin, a confiar hasta el ridículo en la revolución o en el Juicio Final” [1]. El siglo XX y sus vanguardias, muchas de ellas brutales enemigas de la representación, atacaron ferozmente a la pintura y abolieron cualquier elemento narrativo en ella como una dogmática anticipación de su inminente muerte. En este sentido, la pintura abstracta podría ser entendida en este nuevo milenio dominado por la tecnología, como otra letanía moderna que ha resucitado. De esta manera y ante la disolución del lenguaje manual, aparece el eterno retorno de la pintura como una contrapartida reformista en un ciclo de indeterminación perenne.
Gabriel de la Mora (México, 1968) ha recurrido al azar de la intemperie para producir borraduras en una abultada serie de pinturas ready-made de diferentes tamaños, adquiridas éstas de diferentes artistas-aficionados, unas firmadas y otras sin autoría aparente. Dichas pinturas representan montañas y han sido sometidas a la implacable acción de la naturaleza. Tras exponerlas en una azotea, algunas por más de un año y otras durante meses, tanto los pigmentos del óleo o del acrílico como las formas pictóricas van cediendo su integridad. Más aún, este método de plein air sustractivo muestra los efectos de la erosión como un calmo regreso al caos y a la disolución, esta vez sin la arrogancia profética de quien anuncia el fin de la pintura o del arte en términos absolutos. A propósito de la elección de un tema tan vulnerable como ligado a grandes nombres de la pintura, Gabriel de la Mora advierte que su gesto poético intenta sobreponer los límites del medio a los de la propia naturaleza. Y este regreso a la disolución constituye un dilema moderno que se dirime en la oposición entre lo artesanal y la producción en masa. Pero, en este caso, dicho antagonismo supone una inusitada búsqueda de lo primordial. Tal vez el artista nos conmine a un regreso al origen de la representación, visible en las abstracciones que quedan de la devastación de la pintura, comparable a los procesos que ocurren tras la violenta génesis de las piedras y los minerales transformados en “álgebra, vértigo y orden” que tanto interesaron a Roger Caillois. [2]
Las esculturas de Sofie Muller (Ghent, 1974) realizadas con piedras erosionadas de alabastro y piedra de la India se presentan, en cambio, como una intervención quirúrgica sobre objetos dilapidados. Sus figuras antropomórficas corresponden a partes del cuerpo: fundamentalmente rostros y manos maltrechos, agujereados, rotos o incompletos. Muller los coloca sin pedestales junto a instrumentos de trabajo escultórico y utensilios de la práctica médica. Su repertorio de obras también abarca dibujos hechos con su propia sangre sobre alabastro donde enfatiza el decaimiento y la enfermedad de la condición humana. Pero ¿de cuál mal existencial dan cuenta estos dibujos? La artista opta por definir una suerte de “ingeniería humana”, un tipo de padecimiento que recuerda a las tribulaciones del moderno Prometeo de Mary Shelley. Por otra parte, alude al dispositivo del taller del escultor, uno de los grandes temas de la arqueología y de la historia del arte antiguos, quizás equivalente a la representación pictórica de una montaña para el arte moderno. Pero el contexto para entender a cabalidad esta referencia es autobiográfico, pues Muller, hija de marchands de antigüedades en Bélgica, creció con objetos antiguos, cuyas reminiscencias hoy forman parte de su investigación. Podría establecerse una rápida filiación morfológica entre estas piezas de piedra erosionada y partes del cuerpo y la escultura de Louise Bourgeois, cuya apropiación feminista del imaginario surrealista, sin embargo, opera en una línea abyecta radicalmente diferente a la de Muller. A juzgar por la declaración de intención de la artista, las obras tridimensionales que presenta junto a dibujos de sangre son síntomas del límite de lo humano.
Curiosamente Gabriel de la Mora y Sofie Muller escogieron el título Pentimento para designar su exposición en la galería Proyectos Monclova. La palabra, de origen italiano, es un término en uso de la historiografía del arte que distingue aquella pintura oculta que yace detrás de varias capas pictóricas. Dicho nombre confiere a la muestra la posibilidad de hacer generosamente visible un acto de creación privada que fuera o bien descartado, reprimido o (auto)censurado.
[1] E.M.Cioran, Fascinación del mineral. En: RogerCaillois, Piedras (Biblioteca de Ensayo Siruela, Madrid, 2000) 15
[1] Op Cit. 15
from the series The sense of possibility
Eroded and consolidated oil on canvas
7.87 x 9.84 x .79 in
Óleo sobre lienzo erosionado y consolidado
20 x 25 x 2 cm
from the series The sense of possibility
Eroded and consolidated oil on canvas
7.87 x 9.84 x .79 in
Óleo sobre lienzo erosionado y consolidado
20 x 25 x 2 cm
from the series The sense of possibility
Eroded and consolidated oil on canvas
7.87 x 9.84 x .79 in
Óleo sobre lienzo erosionado y consolidado
20 x 25 x 2 cm
from the series The sense of possibility
Eroded and consolidated oil on canvas
7.87 x 9.84 x .79 in
Óleo sobre lienzo erosionado y consolidado
20 x 25 x 2 cm
Eroded and consolidated oil on canvas
7.87 x 9.84 x .79 in
Óleo sobre lienzo erosionado y consolidado
20 x 25 x 2 cm
from the series The sense of possibility
Eroded and consolidated oil on canvas
7.87 x 9.84 x .79 in
Óleo sobre lienzo erosionado y consolidado
20 x 25 x 2 cm
from the series The sense of possibility
Eroded and consolidated oil on canvas
7.87 x 9.84 x .79 in
Óleo sobre lienzo erosionado y consolidado
20 x 25 x 2 cm
from the series The sense of possibility
Eroded and consolidated oil on canvas
7.87 x 9.84 x .79 in
Óleo sobre lienzo erosionado y consolidado
20 x 25 x 2 cm
from the series The sense of possibility
Eroded and consolidated oil on canvas
7.87 x 9.84 x .79 in
Óleo sobre lienzo erosionado y consolidado
20 x 25 x 2 cm
from the series The sense of possibility
Eroded and consolidated oil on canvas
7.87 x 9.84 x .79 in
Óleo sobre lienzo erosionado y consolidado
20 x 25 x 2 cm
Hand carved alabaster and amethyst
13.78 x 10.24 x 7.48 in
Alabastro tallado a mano y amatista
35 x 26 x 19 cm
Human blood on alabaster
11.81 x 8.27 x .79 in
Sangre humana sobre alabastro
30 x 21 x 2 cm
Human blood on alabaster
11.81 x 8.27 x .79 in
Sangre humana sobre alabastro
30 x 21 x 2 cm
Human blood on alabaster
11.81 x 8.27 x .79 in
Sangre humana sobre alabastro
30 x 21 x 2 cm
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