Desver. Punto ciego de Yoshua Okón
Por Ricardo Pohlenz
Me detendría primero en revisar las distintas formas de daltonismo, o más bien, de sus distintos niveles, considerándola una condición anómala de la percepción más allá de lo que se ajusta a lo convencional, determinado por el campo de visión de los llamados tricrómatas, que luce –esdrújulo- como una toma de postura o imposición, pero pienso que esa invitación queda abierta para quienes, después de asomarse a las pinturas que constituyen la muestra, el Punto ciego a partir del que pueden referirse a otras cegueras, axiológicas o axiomáticas, parciales o cromáticas, según se quiera, definidas por campos iluminados –muchas veces señalados- por lo que queremos o buscamos ver en el campo que se abre a nuestra percepción.
No me detendré tampoco mucho en la figura de Tiresias, el adivino ciego que ve más allá de las cosas en la tragedia de Sófocles o en la figura legendaria de Homero, que se sustituye a sí misma, siendo uno y tantos ciegos más aprendiéndose de memoria los versos de un cuento de cuando no había pantallas de video y a los que hemos perdido ahora que vivimos caminando abstraídos en nuestras pantallas, pendientes de cada mínimo gesto, referido a un condicionamiento y articulándose según esté código y el siguiente. Eso, si tenemos los códigos, o más bien, los decodificadores que puedan articular estos códigos, refiriéndonoslos en tanto llaves de acceso a una iluminación, a tener o haber encontrado un nuevo sentido al mundo y lo que esconde desde nuestra percepción, según podamos o no tener acceso a sus contenidos. ¿Qué tanto podemos ver de lo que está ante nosotros? ¿A qué tanta información tenemos acceso desde la simple contemplación de las cosas en su apariencia, revelada a través de las distintos tamices químicos que nos permiten traducir la luz según sus distintos contendores?
Yoshua Okón me saca a colación a Platón, el hecho de que no vemos al mundo como tal sino solo su apariencia, su ilusión. Yo me monto junto a los fenomenólogos franceses, a esa apariencia, a la aparición del mundo y sus distintos sustratos un momento antes y un momento después, me iría hasta el extremo de decir que las cosas no están ahí sino cuando las decimos, un momento antes y uno después no están, como el automóvil que hemos decidido ignorar que está a punto de pasarnos encima. ¿Hemos decidido obviarlo o más bien, no hemos podido verlo, aparecido en un punto ciego, ese lugar que –a pesar de nuestras dudas y reticencias- se escapa al per sé de nuestra percepción? ¿Es con ira o con maravilla que nos resignamos a no poderlo ver o a no entenderlo, desaparecibidos del código que revele sus instancias y sentido, más allá de que la sepamos ahí, señalada como lo divino, invisible a quienes no ha sido revelada?
Yoshua Okón se apercibe de las lindes entre lo que podemos y lo que queremos ver, lo que obviamos y escondemos de lo que distinguimos dentro de nuestro campo de visión, corriendo un poco como el automóvil que hemos decidido no ver hasta el último momento, rodeados de espejos que nos lo digan, nos lo muestren, para que estemos pendientes de esos lugares que nos definen en tanto circunferencias, un momento antes y un momento después. No dudamos de la existencia de campos magnéticos rodeando nuestros cuerpos, rodeando el cuerpo de todo lo demás, el planeta entero y lo que hay más allá. Son pequeños actos de fe y asumidos que nos tienen sin cuidado, a los que no hacemos caso, que reducen y conjuran la invisibilidad. Los tamices hacen la diferencia, dando posibilidades y niveles a lo que puede verse, y que traspone la mera percepción hacia cegueras que se saben o asumen, a partir de condicionamientos, convenciones y asumidos, trascendiendo nuestra percepción hacia cuerpos sociales o políticos, vemos lo que queremos ver.
Y aún, están ahí para verse, que se quiera o se pueda es otra cosa, hay que insistir en lo que está ahí, en obra u omisión.
Es desde ahí que Yoshua Okón nos lleva a ver esta invisibilidad, de lo que está ahí aunque no podamos verlo, a desverla, a aceptar que –dicha- escapa a nuestra percepción. Recurre para esto a las pruebas de Ishihara para diagnosticar y clasificar las deficiencias de la visión de los colores, lo hace en términos formales, deformando y reformulando su sintaxis inherente, que conglomera y acumula distintos colores y matices, ofreciendo una tensión dinámica que se abre desde la percepción cromática cerrando lo que –en última instancia- se ve. Teniendo Yoshua Okón daltonismo y siendo incapaz de percibir ciertos tonos de color, se ha abocado a sintetizar –si cabe esta palabra- colores que pueden ser percibidos por alguien con su condición pero no por videntes –no me puedo resistir a tan maravillosa palabra- normales o convencionales. Los colores están ahí para quien pueda verlos, para quien no, puede saber que están ahí aún en la imposibilidad de saberlos más allá del testimonio que avala su existencia, sin poder acceder al código que la revele como fenómeno, acto presencial, evidencia. Y en esos colores, como en los numerales de Ishihara, esconde un mensaje solo percibible desde la excepcionalidad de su condición, que comparte con el ocho por ciento de la población masculina mundial (y el 0.5 por ciento de la población femenina).
Es en estos términos, desde el acceso que se puede tener o no a un código, para ver más allá de la apariencia, para leer lo que dice, en la noción aprendida del código en tanto escritura, que puedo referirme, a su vez al Poema plástico de Mathias Goeritz, montado originalmente a muro en el Museo Experimental El Eco en 1953. El poema en sí se nos revela como objeto en su inmanencia, haciéndonos inaccesible su sentido más allá de su evidencia formal. Es un poema que se nos presenta topológica y tipográficamente como tal. El nivel de lectura no nos permite ver que dice, solo nos permite verlo, contenido en su propia significación. Negado más allá de su posibilidad. Fue hace unos años que gracias a la labor conjunta de tres especialistas se logró romper el código, presentándolo en un documento que describe el proceso, y –al final- revelando una obviedad paradójica, al respecto de lo que tenemos enfrente y no podemos ver. El poema guarda un manifiesto de Goeritz en contra de sus enemigos en el mundo del arte, mismo que remata con la afirmación franca y feliz de un niño: “Cago con colores como oro”. Negados en los intestinos, los colores inherentes de los contenidos se reducen a distintas gamas de marrones, Goeritz trasciende esta posibilidad, al igual que Yoshua Okón, para hacerlos brillar en una evidencia que en su particularidad, es un privilegio.
Es una forma de felicidad para quien pueda verla, para quien pueda leerla, traspuesta y trascendida, son colores que brillan, en tanto sentido, ocultos –como el oro- y aún, a plena vista, a salto de mata, intransigente y contumaz, sea que tengas los medios y la capacidad de verla –y comprenderla- o no.
Unseeing: Yoshua Okón’s Blind Spot
By Ricardo Pohlenz
To begin, I would pause for a moment to review the various forms of color blindness—or rather, its different levels—by treating it as an anomalous condition enabling some people to see beyond what is conventionally regarded as normal, as defined by the field of vision of so-called trichromats, which looks like I am taking a stance or imposing my viewpoint. But I think this invitation is still open to those who, after peering at the paintings featured in this show, can connect this Blind Spot to other kinds of blindness—axiological or axiomatic, partial or chromatic, as it were—defined by illuminated fields, often indicated by what we want to see or are looking for in the field to which our perception is open.
I will not belabor the figure of Tiresias, the blind oracle who sees beyond things in Sophocles’s tragedy, or the legendary blindness of Homer, who stands in for himself, being one and so many other blind people memorizing the verses of an epic tale at a time when there were no videoscreens, and which we have lost now that we live out our lives walking abstracted into our screens, attentive to every least gesture, which gets referred to a conditioning and assembled into one code after another. And that’s if we have the codes, or rather, the decoding devices that can assemble these codes, by which I mean the keys for access to an illumination, to have or to have found a new meaning for the world and what is hidden from our perception, depending on whether or not we can gain access its contents. How much can we see of that which is there before our eyes? How much information can we access simply by contemplating things as they appear, as revealed through the different chemical filters that enable us to translate light into its different containers?
Yoshua Okón brought Plato up to me, the fact that we do not see the world as such but only its appearance, its simulacrum. I can get on board with that appearance alongside the French phenomenologists; that is, with the appearing of the world and its different substrates a moment before and a moment afterward. I would even go so far as to say that things are only there when we are saying them; a moment before and a moment afterward they are not there, like an automobile we’ve decided not to notice is on the verge of running us over. Did we decide to overlook it, or were we unable to see it because it appeared in a blind spot, that zone where—despite our doubts and reticences—it escapes from the per se of our perception? Is it out of anger or wonderment that we resign ourselves to not seeing it or to not understanding it, unaware of the code that reveals its instances and meaning, beyond what we know to be there, signaled as the divine, invisible to everyone to whom it has not been revealed?
Yoshua Okón takes note of the boundaries between what we can see and what we want to see, between what we overlook and hide from what we make out within our field of vision, running a bit like the automobile we’ve decided not to see until the last moment, surrounded by mirrors that would tell us about it, that would show it to us, so that we’ll pay attention to those places that define us as a kind of circumference, a moment before and a moment after. I have no doubt that there are magnetic fields all around our bodies, around every other kind of body, around the whole planet, and what lies beyond. These are little acts of faith and assumptions that have us acting carelessly, those of us who pay no heed that they reduce and dispel invisibility. Filters make all the difference, determining the possibilities and levels of what can be seen; they are what shifts mere perception toward blindnesses that are known or assumed, on the basis of conditioning, conventions, and assumptions, transcending our perception toward social or political bodies; we see what we want to see.
And yet, they are there to be seen; whether one wants or is able to see them is another thing; one has to insist on what is there, either in the work or left out.
That is the standpoint from which Yoshua Okón leads us to see this invisibility, that which is there even though we cannot see it—to unsee it, to accept that it escapes our perception. To this end he makes recourse to Ishihara tests, which are used for diagnosing and classifying abnormalities in color vision, but doing so in formal terms by deforming and reformulating their inherent syntax, bringing together and accumulating different colors and shades, offering a dynamic tension that opens up from the standpoint of chromatic perception, closing what—in the final instance—gets seen. Because Yoshua Okón has a form of color blindness, and is incapable of perceiving certain shades of color, he has delved into synthesizing—if that word applies—colors that can be perceived by someone with his condition but not by normal or conventional “seers” (a word so marvelous I cannot resist using it). The colors are there for those who can see them; those who are unable to do so can at least know they are there, despite the impossibility of knowing them beyond the testimony that avers their existence, unable to access the code that reveals it as a phenomenon, as a presential act, as evidence. Hidden like the numerals in Ishihara tests, there is a message in those colors that is only perceptible by those who share Okón’s exceptional condition, which includes 8% of the male population and 0.5% of the female population worldwide.
It is in these terms, from the standpoint of access (or lack thereof) to a code that would enable one to see beyond appearances in order to read what it says, in the learned notion of a code as a form of writing, that I can refer, in turn, to a piece by Mathias Goeritz titled Poema plástico, originally mounted on a wall at the Museo Experimental El Eco in 1953. The poem itself is presented
to us as an object in its immanence; what it might mean remains inaccessible, beyond its formal evidence. It is a poem that reveals itself to us as such topologically and typographically, but just trying to read it does not allow us to see what it says; doing so only allows us to see it, contained in its own signification, refused apart from its possibility. It was only a few years ago that, thanks to the collective work of three specialists, the code was deciphered and presented in a document that describes the process of cracking it, and ultimately reveals it as something that was, paradoxically, self-evident, with respect to what is in front of us but unable to be seen. The poem contains a manifesto by Goeritz against his enemies in the art world, which he concludes with the open, joyous affirmation of a child: “I shit colors like gold.” Negated in his intestines, the inherent colors of the contents have been reduced to different tones of maroon; Goeritz transcends this possibility, just as Yohua Okón does, in order to make them shine in an evidence that, in its particularity, is a privilege.
It is a kind of happiness for those who can see it, for those who can read it, transposed and transcended. These colors shine forth, their meaning hidden—like Goeritz’s gold—and yet in plain sight, one step ahead of you, intransigent and stubborn, whether you have the means and the ability to see—and understand—it… or not.
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Desver. Punto ciego de Yoshua Okón
Por Ricardo Pohlenz
Me detendría primero en revisar las distintas formas de daltonismo, o más bien, de sus distintos niveles, considerándola una condición anómala de la percepción más allá de lo que se ajusta a lo convencional, determinado por el campo de visión de los llamados tricrómatas, que luce –esdrújulo- como una toma de postura o imposición, pero pienso que esa invitación queda abierta para quienes, después de asomarse a las pinturas que constituyen la muestra, el Punto ciego a partir del que pueden referirse a otras cegueras, axiológicas o axiomáticas, parciales o cromáticas, según se quiera, definidas por campos iluminados –muchas veces señalados- por lo que queremos o buscamos ver en el campo que se abre a nuestra percepción.
No me detendré tampoco mucho en la figura de Tiresias, el adivino ciego que ve más allá de las cosas en la tragedia de Sófocles o en la figura legendaria de Homero, que se sustituye a sí misma, siendo uno y tantos ciegos más aprendiéndose de memoria los versos de un cuento de cuando no había pantallas de video y a los que hemos perdido ahora que vivimos caminando abstraídos en nuestras pantallas, pendientes de cada mínimo gesto, referido a un condicionamiento y articulándose según esté código y el siguiente. Eso, si tenemos los códigos, o más bien, los decodificadores que puedan articular estos códigos, refiriéndonoslos en tanto llaves de acceso a una iluminación, a tener o haber encontrado un nuevo sentido al mundo y lo que esconde desde nuestra percepción, según podamos o no tener acceso a sus contenidos. ¿Qué tanto podemos ver de lo que está ante nosotros? ¿A qué tanta información tenemos acceso desde la simple contemplación de las cosas en su apariencia, revelada a través de las distintos tamices químicos que nos permiten traducir la luz según sus distintos contendores?
Yoshua Okón me saca a colación a Platón, el hecho de que no vemos al mundo como tal sino solo su apariencia, su ilusión. Yo me monto junto a los fenomenólogos franceses, a esa apariencia, a la aparición del mundo y sus distintos sustratos un momento antes y un momento después, me iría hasta el extremo de decir que las cosas no están ahí sino cuando las decimos, un momento antes y uno después no están, como el automóvil que hemos decidido ignorar que está a punto de pasarnos encima. ¿Hemos decidido obviarlo o más bien, no hemos podido verlo, aparecido en un punto ciego, ese lugar que –a pesar de nuestras dudas y reticencias- se escapa al per sé de nuestra percepción? ¿Es con ira o con maravilla que nos resignamos a no poderlo ver o a no entenderlo, desaparecibidos del código que revele sus instancias y sentido, más allá de que la sepamos ahí, señalada como lo divino, invisible a quienes no ha sido revelada?
Yoshua Okón se apercibe de las lindes entre lo que podemos y lo que queremos ver, lo que obviamos y escondemos de lo que distinguimos dentro de nuestro campo de visión, corriendo un poco como el automóvil que hemos decidido no ver hasta el último momento, rodeados de espejos que nos lo digan, nos lo muestren, para que estemos pendientes de esos lugares que nos definen en tanto circunferencias, un momento antes y un momento después. No dudamos de la existencia de campos magnéticos rodeando nuestros cuerpos, rodeando el cuerpo de todo lo demás, el planeta entero y lo que hay más allá. Son pequeños actos de fe y asumidos que nos tienen sin cuidado, a los que no hacemos caso, que reducen y conjuran la invisibilidad. Los tamices hacen la diferencia, dando posibilidades y niveles a lo que puede verse, y que traspone la mera percepción hacia cegueras que se saben o asumen, a partir de condicionamientos, convenciones y asumidos, trascendiendo nuestra percepción hacia cuerpos sociales o políticos, vemos lo que queremos ver.
Y aún, están ahí para verse, que se quiera o se pueda es otra cosa, hay que insistir en lo que está ahí, en obra u omisión.
Es desde ahí que Yoshua Okón nos lleva a ver esta invisibilidad, de lo que está ahí aunque no podamos verlo, a desverla, a aceptar que –dicha- escapa a nuestra percepción. Recurre para esto a las pruebas de Ishihara para diagnosticar y clasificar las deficiencias de la visión de los colores, lo hace en términos formales, deformando y reformulando su sintaxis inherente, que conglomera y acumula distintos colores y matices, ofreciendo una tensión dinámica que se abre desde la percepción cromática cerrando lo que –en última instancia- se ve. Teniendo Yoshua Okón daltonismo y siendo incapaz de percibir ciertos tonos de color, se ha abocado a sintetizar –si cabe esta palabra- colores que pueden ser percibidos por alguien con su condición pero no por videntes –no me puedo resistir a tan maravillosa palabra- normales o convencionales. Los colores están ahí para quien pueda verlos, para quien no, puede saber que están ahí aún en la imposibilidad de saberlos más allá del testimonio que avala su existencia, sin poder acceder al código que la revele como fenómeno, acto presencial, evidencia. Y en esos colores, como en los numerales de Ishihara, esconde un mensaje solo percibible desde la excepcionalidad de su condición, que comparte con el ocho por ciento de la población masculina mundial (y el 0.5 por ciento de la población femenina).
Es en estos términos, desde el acceso que se puede tener o no a un código, para ver más allá de la apariencia, para leer lo que dice, en la noción aprendida del código en tanto escritura, que puedo referirme, a su vez al Poema plástico de Mathias Goeritz, montado originalmente a muro en el Museo Experimental El Eco en 1953. El poema en sí se nos revela como objeto en su inmanencia, haciéndonos inaccesible su sentido más allá de su evidencia formal. Es un poema que se nos presenta topológica y tipográficamente como tal. El nivel de lectura no nos permite ver que dice, solo nos permite verlo, contenido en su propia significación. Negado más allá de su posibilidad. Fue hace unos años que gracias a la labor conjunta de tres especialistas se logró romper el código, presentándolo en un documento que describe el proceso, y –al final- revelando una obviedad paradójica, al respecto de lo que tenemos enfrente y no podemos ver. El poema guarda un manifiesto de Goeritz en contra de sus enemigos en el mundo del arte, mismo que remata con la afirmación franca y feliz de un niño: “Cago con colores como oro”. Negados en los intestinos, los colores inherentes de los contenidos se reducen a distintas gamas de marrones, Goeritz trasciende esta posibilidad, al igual que Yoshua Okón, para hacerlos brillar en una evidencia que en su particularidad, es un privilegio.
Es una forma de felicidad para quien pueda verla, para quien pueda leerla, traspuesta y trascendida, son colores que brillan, en tanto sentido, ocultos –como el oro- y aún, a plena vista, a salto de mata, intransigente y contumaz, sea que tengas los medios y la capacidad de verla –y comprenderla- o no.
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